A Julio le dolía el pecho. El costado, le dolía. Se fue acurrucando como un chico largo y flaco de ojos enormes y dientes chiquitos, prisioneros de tanto tabaco.
Yo sabía que era el final, pero no me atrevía a tocarlo. El estiró su mano y solo entonces le rocé apenas la punta de los dedos. Un estremecimiento me recorrió la espalda.
Llovía en la tarde de París y las gotas a las que Julio les había dedicado un merecido aplastamiento, se pegaron al vidrio para llorar conmigo hasta que la luna se desplomó sobre su ventana.
Ya en el cementerio, alguien me preguntó por él. Tenía una voz joven. Sensual. La mujer estaba vestida con harapos, aunque su andar era elegante. En la mano de La Maga, temblaban los jazmines.
Me di vuelta para mirarla hasta que se volvió pequeña. Lejana.
En ese momento, el llanto inconfundible de Rocamadour atravesó la mañana. Entonces, busqué una piedrita y en un dibujo imaginario, la fui empujando con la punta del zapato en un intento de llegar al cielo de la rayuela. Allí, donde Julio, estará esperando.
Acerca de la autora:
Diana Sánchez
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