Se quitó el sombrero. Prolijamente lo dejó en la mesa, sonriendo de costado como en las películas. Poco tiempo después ya no era suyo, al igual que la plata que había perdido antes. No sabiendo si enojado o cansado, se desnudó del todo. Se quito el traje, la camisa, el boxer. Apoyo todo en medio de la mesa. Sonrieron, los otros, sin mirarlo. Barajaron y dieron. Quien estaba desnudo continuó perdiendo. Lejos de lamentarse, se libró de la piel como de un sueter, de la carne que escondía los huesos, las tripas y otras cosas que le sobraban dentro. Fue repulsivo, pero a los otros ya no asqueaba nada.
Lo que no se esperaban era la apuesta absurda. Nadie podía ganar de esa manera, y eso los divirtió muy poco. Ellos querían desesperación, angustia.
Perdio de nuevo quien estaba solo. Sin decir nada por que ya ni podía, levantó la osamenta y, casi como bailando, clac clac clac, se fue yendo de a poco hacia la calle.
Lo miraron un rato, apenas, los demás. Ya se sentaba otro en el lugar vacío.
Quien perdiera, a dos cuadras, se tiró en una plaza a tomar sol. La gente que pasaba le robaba costillas. Era libre.
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