Alberto estaciona el auto frente al Banco Provincia. Milagro encontrar lugar a esta hora, tres menos diez. Apurado sonríe al comprobar que sólo tiene que cruzar Independencia y listo. Baja mirando primero el reloj y luego, indiferente, a la florista sentada como siempre en el banquito. Espera la luz verde y camina. Mejor dicho, su mente lo proyecta hacia delante con normalidad, pero al cabo de un segundo descubre que está parado en el mismo sitio. Pensando vagamente en distracciones y estrés, vuelve a intentarlo. Ahora sí, vamos, se dice. Pero no, todavía seguimos aquí, en la misma baldosa. Advierte que no ha podido avanzar pese a querer hacerlo. Va por un tercer intento pero ahora la luz roja se lo impide. Nervioso, prende un cigarrillo mientras mira de reojo a la florista. Siente que la vieja chusma lo ha observado y que, por algún motivo, tiene que justificar su presencia allí, de modo que saca un peine del bolsillo y la mira con sonrisa social. Luz verde. A su lado un hombre comienza a caminar, pero él no, está clavado al piso. Preocupado, retrocede hasta la puerta de la farmacia, se pasa la mano por el pelo, gira y arremete con decisión hacia la avenida, pero de pronto al llegar al cordón, efectúa una brusca curva de noventa grados, para terminar parado frente a la florista, que lo mira con ojos vacíos. Tembloroso, alcanza a murmurar: Una docena de gladiolos, por favor. Toma las flores al tiempo que encara en ángulo algo abierto hacia la esquina pero, al asomarse al pavimento, su impulso se detiene como si una nube de algodón lo retuviera. Qué pasa, se dice, mientras lo imposible penetra lentamente en su conciencia. Se queda parado ahí, mira absorto la avenida sin saber qué hacer, cuando ve a Gloria, la muchacha del kiosco frente a su oficina. Presiente que es su oportunidad, así que ofreciéndole los gladiolos, le dice:
-Buen día, Gloria, ¿podría darme la mano para cruzar?, digo, si no es molestia.
-Cómo no, Alberto –se sonroja la mujer.
Tomada de la mano, la inesperada pareja inicia la marcha. Gloria siente que está arrastrando un peso muerto, ya que el hombre no se ha movido de su lugar.
-Vamos, Alberto, ¿qué pasa?
-No sé, no puedo.
-No me diga que le da miedo tontito -dice ella zalamera-. Venga conmigo.
Tira del brazo pero no logra mover al tipo que está plantado en su sitio. Lo toma con energía. Planta un pie contra el cordón y se abalanza hacia atrás de golpe, sólo para resbalar y caer despatarrada sobre la acera, mientras un ciclista le arroja un silbidito entre las piernas. Enojada, se recompone, le tira los gladiolos por la cabeza y se marcha mascullando maldiciones. Un atónito Alberto la observa sin abrir la boca. Ahora, furioso, se para en el cordón dando patadas y golpes a un imaginario rival que no lo deja avanzar.
-¿Por qué no me dejás cruzar la calle, hijo de puta? Dejame, cabrón de mierda y la puta que te parió!
Se acerca un policía con calma pero con una mano en el arma le pregunta:
-Eh, ¿qué pasa, jefe?
-Es que este desgraciado no me deja ir al banco.
-¿Quién, señor? Yo no veo a nadie.
-Yo tampoco, eso es lo peor.
-Caballero, haga el favor de circular.
-¿Ah, sí? ¿Qué se cree que quiero hacer? ¡No me deja! Mire.
Alberto repite sus vanos esfuerzos por cruzar Independencia. Lo único que el agente ve es a un desquiciado de pie frente a la calle que no hace nada pero sufre terriblemente. El policía lo mira cada vez con más desconfianza, al fin se acerca por detrás.
-Mira, gil, si te seguís haciendo el pelotudo te llevo preso.
-¿Pero no ve que no me deja?
Mirando al cana que a su espalda lo juna feo, da un paso, dos, tres por la avenida.
Sorprendido grita:
-¡Ah!, ahora me dejás, conchu...
La frase la interrumpe un colectivo que, prolijamente, lo aplasta. El policía habla por la radio:
-Atención central, tengo un suicidio: masculino, mediana edad. Necesito una ambulancia. Sin apuro.
La florista mira la escena con una sonrisita, se agacha junto al cadáver y le susurra:
-Hay ciertas fronteras que no se deben cruzar.
Los gladiolos, nunca más apropiados, sobre el pavimento, junto al cuerpo.
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