Lo primero que llamaba la atención al llegar al paraje eran los peces muertos flotando sobre el río. Millares de peces a los que la falta de oxígeno había convertido en balizas flotantes.
El color del agua delataba la presencia de metales pesados y altamente contaminantes. A lo lejos podía verse el origen del desastre: seis enormes chimeneas arrojaban diariamente a la atmósfera centenares de metros cúbicos de un humo espeso y maloliente.
Y eran los vertidos de esa industria los que habían llegado hasta el río y producían los estragos que yo estaba viendo. La masa vegetal que rodeaba el cauce estaba decolorada. Troncos de árboles muertos se apilaban en los alrededores, pudriéndose junto al resto de la vegetación.
Pero lo que más llamativo resultaba era ver la actitud de aquellas personas, pobladores del lugar infesto.
Los hombres pescaban en las orillas del río, junto a sus canastas, en las que se podían ver bocadillos, bebidas y tabaco. Los niños jugaban alrededor, e incluso algunos se bañaban y se sumergían hasta la cabeza, recogiendo tras cada chapuzón restos de aquella inmundicia. Y las mujeres charlaban mientras vigilaban a los niños. Pero todo parecía estar bien. Ellas tomaban el sol y también alguna se bañaba.
¿Cómo —me pregunté— podía aquella gente estar allí como si no pasara nada, conviviendo con el veneno que fluía mezclado con el agua?
Años después, cuando las autoridades tomaron cartas en el asunto y la noticia se hizo pública a través de los medios de comunicación, pude conocer la respuesta. La planta química había estado tapando sus vertidos bajo una cortina de humo: el humo tóxico de aquellas infernales chimeneas, que había producido en la población una visión alterada de la realidad.
Javier López
2 comentarios:
¡Muy buena metáfora de la realidad, Javier!
Gracias, Ogui. En realidad es una metafosfórica, que es una especie de metáfora aderezada con fósforo. Aunque tratándose de ese elemento, debiera haber sido ortofosfórica... como la vida misma.
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