sábado, 13 de agosto de 2011

El galán - Adriana Alarco de Zadra


Saverio llegó a la Tierra a pasar sus vacaciones al calor del sol mientras que allá en el satélite temblaban de frío. En esa época en que la colonización de otros mundos y los viajes estelares eran frecuentes, los mundos paralelos se intercambiaban habitantes, mutantes o no. Esto sucedía para promover el turismo y el estudio interestelar paralelo. El joven ocupó el sitio especial en la mesa dominical mientras la abuela pretendía que tratáramos a los llegados de otros mundos con cortesía y respeto aunque a veces nos horrorizara su aspecto o el color de su piel. Además, muchas veces su trayectoria era completamente disímil a la nuestra en educación y conocimientos. El selenita me observaba desde el otro lado de la mesa con disimulo. No pensé, entonces, que el forastero tenía tanta predisposición para enamorarse y para los accidentes. No puedo decir que tenía un estilo arcaico, pero me sobresaltaba con sus ocurrencias.
Poco tiempo después de su llegada, se desplomó de la estatua del caballo donde trepó para declararme su amor, más cerca de las estrellas, y pasó la primera semana con la cabeza vendada. Se enganchó con las riendas metálicas del corcel, aún antes de comenzar el discurso que había preparado para mí. Al caerse de cabeza desde lo alto de la estatua se dio de narices en el suelo y tuvieron que recogerlo en camilla. Pensé que había cometido una tontería pero no se lo dije porque era un tipo muy sensible. Él estaba convencido de que estos accidentes no se repetirían. Finalmente, después del paréntesis, empezó nuevamente su declaración de amor trepado en un peñasco sobre el mar. Felizmente, esta vez se derrumbó donde las aguas son profundas. Desde el bote en donde lo pescaron, me gritaba que las letras se habían mojado y sus ideas yacían en el fondo del mar. Yo lo contemplaba desde la orilla, y si esa vez tampoco logré escuchar sus palabras de amor. Restablecido, Saverio quiso declararme su afecto desde un balcón lleno de historia. Yo, admirada por la intrepidez con que caminaba por aquellos maderos carcomidos, me retiré para observarlo de lejos, al momento en que se desbarrancaba a mis pies con gran estruendo, entre tablas y polillas. Él se torció la mandíbula con el golpe y aquella lesión fue la causa de la tartamudez que le cogió de allí en adelante.
Además de ser distraído, Saverio era un desastre. No era feo pero sí desgarbado. Muy alto y delgado como un oxidado florete de esgrima, caminaba encorvado y se enredaba con sus propios pies dando traspiés, no acostumbrado a la gravedad del planeta. Tenía una boca grande de oreja a oreja que sonreía en forma perpetua, una nariz muy larga, un poco ladeada hacia la izquierda, unas orejas en punta, antenitas caídas sobre la frente, y ojos saltones bajo unos párpados adormilados. Eso sí, siempre mostró gran amabilidad, poco frecuente entre los selenitas, o “lunarios”. Cuando me traía flores tratando de ser un galán, solía entregármelas con los tallos quebrados por usarlas como prolongación del brazo para espantar moscas y mosquitos.
Volví a ver a Saverio en la nueva Colonia de Marte, dos años después, cuando gané una Beca de Estudios Planetarios y me alojé en el cubículo estudiantil. Él tenía la misma sonrisa imborrable, antenitas decaídas, ojos saltones y su nariz larga se había vuelto más torcida por los golpes continuos de sus repetidos accidentes. Era un buen guía y me dio explicaciones exhaustivas sobre la historia de la conquista del planeta, sus héroes, sus dioses bárbaros, sublimes o imaginarios. Hablaba de Armagena, Lunicarpo y Kalígula como si fueran sus más íntimos amigos. A veces se le escapaban frases en el dialecto marciano o lunar que yo no entendía pero que escuchaba con respetuoso silencio. Recuerdo la noche en que fuimos a un Centro de Entretenimiento en horas de Descanso y Recreo Obligatorio. Allí conocí al novio de Simona, la hermana de Saverio. Los hermanos hablaron poco aquella vez, por lo que recuerdo, y yo me entretuve con el amigo de Simona. A mí me gustaba el novio de la hermana de Saverio, a él le gustaba la hermana de Saverio y yo le gustaba a Saverio aunque nunca me lo dijo porque se accidentaba en medio del discurso. Admirando la noche estrellada desde tan extraño y alejado planeta, así como las románticas lunas, el novio de Simona y yo trepamos a la robocicleta. Estábamos enfrascados en una conversación tan agradable sobre la curiosa sensibilidad de sus antenas, que sólo al llegar a la puerta del cubículo donde estaba alojada, nos dimos cuenta de que los hermanos no habían subido al aparato. Él regresó inmediatamente a recogerlos, pero no entiendo aún cómo pudo Simona pelearse ferozmente con su novio, un joven tan guapo, con antenitas tan avispadas y prolongadas, sólo por un pequeño descuido.
Nunca creí que Saverio trataría de suicidarse por su fracaso. Un día me dijo: “¡Escu-cú-peme, ódiame, pate-té-ame, pero no me mires con ojos de indife-ferencia!” Aún así, no me atreví a obedecerle. A pesar de todo lo sucedido, nunca me juzgué absolutamente culpable de nada. Tampoco me sentí agobiada por los fantasmas del remordimiento cuando supe que una noche, por la desesperación, Saverio había intentado torpemente de cometer un suicidio que ineludiblemente le falló, con el veneno para dragones y bichos inútiles que guardaba en una alacena de la oficina. Desde entonces, se terminaron de desmoronar sus antenitas, se volvió de un permanente color lila, y los otros habitantes de su Colonia natal en la Luna, donde regresó vapuleado moralmente, hasta el día de hoy lo miran con recelo y suspicacia. Regresé a la Tierra al terminar mis estudios y no volví a verlo a él ni a Simona ni al novio de Simona. Espero que se haya olvidado de mí y viva feliz en la Luna, porque ese galán amable y desgarbado, fue siempre irremediablemente distraído. En el fondo, era una buena persona, cordial, gentil y correcto.
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