El anunciado debate parlamentario había suscitado enorme interés en todo el país. Cierto que el resultado de la votación era algo más que previsible. Ahí no se esperaba sorpresa alguna. En este sentido se trataba de una sesión rutinaria. Pero el tema revestía la trascendencia suficiente como para despertar grandes expectativas entre aquel sector morboso de la ciudadanía aficionada a seguir de cerca los posicionamientos políticos de los partidos y las peripecias retóricas de los diputados.
Insólitamente, aquel día las intervenciones estaban siendo, casi sin excepción, de una calidad inusual. ¿Existían los milagros? Sin embargo esto no fue nada comparado con la impresión que causaron entre parlamentarios y telespectadores las palabras del presidente del partido conservador, a quien se vio palidecer por momentos ante las cámaras, abrumado por su propio texto, repentinamente trasgresor e incoherente. Después de balbucir un final torpemente improvisado, el mandatario abandonó el estrado, evidentemente azorado, entre socarrones comentarios y risas de la oposición y la perplejidad dibujada en las caras de sus correligionarios.
Lejos de allí alguien se abalanzaba como loco sobre el ordenador de su despacho para comprobar lo que ya era más que una sospecha, y cayó fulminado sobre su silla cuando vio que, efectivamente, al componer los textos había intercambiado, por error, párrafos de archivos distintos. No quería ni pensar el revuelo que se armaría en el congreso cuando el respectivo contrincante leyera su intervención.
Insólitamente, aquel día las intervenciones estaban siendo, casi sin excepción, de una calidad inusual. ¿Existían los milagros? Sin embargo esto no fue nada comparado con la impresión que causaron entre parlamentarios y telespectadores las palabras del presidente del partido conservador, a quien se vio palidecer por momentos ante las cámaras, abrumado por su propio texto, repentinamente trasgresor e incoherente. Después de balbucir un final torpemente improvisado, el mandatario abandonó el estrado, evidentemente azorado, entre socarrones comentarios y risas de la oposición y la perplejidad dibujada en las caras de sus correligionarios.
Lejos de allí alguien se abalanzaba como loco sobre el ordenador de su despacho para comprobar lo que ya era más que una sospecha, y cayó fulminado sobre su silla cuando vio que, efectivamente, al componer los textos había intercambiado, por error, párrafos de archivos distintos. No quería ni pensar el revuelo que se armaría en el congreso cuando el respectivo contrincante leyera su intervención.
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