La puerta gimió, rechinó y se cerró dando un portazo. Entonces Andrés sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo de la campera y encendió uno, imaginando que del otro lado había unos peldaños inclinados que bajaban hacia el abismo. En su mente se dibujaron unas esbeltas piernas blancas que bajaban, pisando un peldaño tras otro... Era una escalera estrecha y unos vahos luminosos envolvían el cuerpo antes de que, al pie de la misma, apareciera otra puerta, imponente, de bronce, extraordinariamente gruesa y decorada con ostentosos bajorrelieves, que se abría contra el muro de la derecha y parecía capaz de separar dos universos. Todo ese mundo interior refulgía, incandescente, entre vapores venenosos y turbios. Se golpeó la cabeza para alejar esos pensamientos negativos y volvió a mirar el mapa que indicaba que él estaba buscando la puerta diecinueve y no la diecisiete…
—No sirve —dije en voz alta.
—¿Qué no sirve? —preguntó alguien.
—¿Quién es?
—Andrés, el personaje.
—Ah, mire usted. ¿Qué se le ofrece?
—La historia, está buena.
—No va a ninguna parte.
—¡Espere! ¿Qué va a hacer?
—Tirarla a la papelera.
—¡No! ¿Y yo?
—¿Usted? ¿Y que carajo me importa lo que le pase a usted?
—No puede desentenderse así…
—Puedo y lo hago…
—¡Úseme en otro cuento! Hago de todo. Puedo ser astronauta, gay, esclavo en una galera romana…
—No me interesa. Si necesito un astronauta gay, esclavo en una galera romana, me lo procuro.
—Pero ¿no se da cuenta de que tengo vida propia? Soy su creación, pero a partir del momento en que me creó soy un ser real, existo, pienso, siento.
—Dejémoslo ahí. Este cuento no sirve. —Fui al directorio y pulsé delete. Me interesaba saber si la sentencia de Nietzsche seguía vigente: lo que no te mata te hace fuerte. Si Andrés servía para algo, sobreviviría, y si sobrevivía iba a encontrar el modo de hacérmelo saber.
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