La marea avanzaba multitudinariamente. Su playa era el muro que debían cruzar, y ellos el líquido, tiñéndose de rojo mientras más avanzaran.
Al principio, las tropas lanzaban ganchos que, luego de atravesarles la piel, se abrían sujetándose de huesos y músculos. Entonces la soga de acero arrastraba su presa, a veces llegando con un par de extremidades, o sólo rastros de sangre. Pero en la mayoría de los casos la faena tenía éxito.
Sergei y Chan corrían en medio del tumulto, cuando sus perseguidores dejaron de lado los ganchos y tomaron las M-16, descartando la posibilidad de prisioneros.
Su avance menguaba, ya que el suelo, lejos de ser sólido, les ofrecía un débil soporte de muertos y heridos. Mas, consiguieron llegar. Comenzaron a trepar los bloques, aferrándose a las hendiduras. Chan miró a Sergei, con una sonrisa contrastante con el decorado de alrededor.
—Lo primero que haré afuera será oler u… —y fue interrumpido por el nacimiento de una flor, de fragmentos craneales, masa encefálica y pétalos de sangre, germinada por un certero francotirador. Tan pronto se marchitó, haciendo caso omiso del horror de la muerte de Chan, Sergei llegó a la cima. Tampoco reparó en los alambres de púas que coronaban la barrera. Una bala rasguñó una pantorrilla, haciéndolo caer sobre su hombro izquierdo, dislocándolo. Ninguna de sus lesiones le impidió reiniciar su escape, ahora al otro lado del encierro.
Salió a un camino que serpenteaba hasta perderse en el horizonte, rojizo por el atardecer. La figura de un vehículo se recortaba en el sol. Sergei quedó inmóvil, mientras la silueta crecía, orillándose veloz hacia él. Cuando creyó inminente el atropello, alguien salió por la ventana del copiloto y lo que ahora identificó como una camioneta, pasó por su lado.
No sintió la hoja deslizarse por su cuello, haciendo girar en el aire su cabeza. Sólo pudo ver, por una fracción de segundo, como una nueva flor extendía sus pétalos rojos, cuyo tallo era su propio cuerpo decapitado.
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