Sellé lo mejor que pude mi vivienda. Resistió bastante bien por varios años, pero después cayó cerca un ave que llamé, a falta de otros nombres, Simurg.
Como era un animal inmenso, estuvo mucho tiempo sin que lo pudiéramos mover, ya que carecíamos de maquinarias para hacerlo. Siendo que cayó durante la estación fría, no tuvimos demasiados problemas al comienzo del proceso.
De todos lados llegaban los M’ksai para llevarse trozos de esa bestia. Traté de preguntarles de buenos modos cómo se llamaba el ser, pero no les caía simpáticos, de modo que amenazaban y gritaban algo así como: ¡Glahor! Que podría haber sido una maldición en su lengua. Pronto, la llegada de las estaciones húmeda y cálida puso el asunto mucho más terrible.
En el principio fue el olor. Insostenible. Algo que no me explico cómo soporté, si no fuera porque llegué hasta acá para quedarme, claro.
Tuve que construir varias capas de filtros moleculares, pero al olor siguieron los Bejerros, animales sin inteligencia alguna, puro instinto de alimentación, que empezaron a comer el Simurg, pero luego sus sensores los acercaron a mi vivienda. Por suerte, los destructores químicos más primitivos eran más que suficientes para contenerlos y disuadirlos, si se puede usar esta palabra con estos bichos.
Los mantenía a raya mejor que al olor, al que sólo los mejores productos podían filtrar y eso con limitaciones, pues había un raro cambio de olores a medida que pasaba el tiempo, las estaciones, el día y la noche. Parecía, de hecho, que la bestia estaba viva y exhalaba sus vapores de modo que toda la fauna aparecía por épocas, por horas del día o la noche. Fue horrible. Evidentemente, los gusanos de Bejerros tenían, a su vez, predadores bastante complicados, los nativos los llamaban Jez y comían miles por día cada uno, pero siempre había más gusanos. Así andaban las cosas, más o menos con cierto equilibrio ecológico me mantenía.
Hasta que todo se complicó. De hecho, un Jez quedó atrapado en el sistema de ventilación, en una parte inaccesible para los equipos de limpieza, incluidos los semovientes. A los cuatro o cinco días los Bejerros querían comer al Jez, por lo que se metieron por el agujero inadvertidamente. A partir de entonces empecé a tenerlos en la vivienda.
Fue una lucha desigual, perdí varios semovientes del equipo. Eran demasiados. En un intento desesperado resolví una cuestión energética y desarrollé un arma eficacísima, con la cual por cada apretón liquidaba todo Bejerro que apareciese en su mira o cerca. Este sistema era interesante porque, mientras ardían, los Bejerros emitían gases con efectos de repelente para varios animales y, en particular, eliminaban a sus propios gusanos, aparte de ser bastante neutralizador del olor nauseabundo del Simurg muerto. Las cosas no podían andar mejor. El problema para desarrollar esa arma había sido el consumo de energía, que por entonces se consideraba prácticamente inagotable aunque difícil de obtener.
Un hecho fortuito cambió todo el equilibrio del sistema. De algún modo que resulta aún poco claro, y que podría conjeturar que fue un impacto de una enana blanca invisible desde la posición de mi telescopio, por efectos en el planeta que no voy a detallar acá, el helio interrumpió la combustión del hidrógeno, se cortó bruscamente la fusión nuclear en la estrella y hubo un cambio en ella, pequeño pero aún así mucho mayor que el aletear de las alas de una mariposa, de modo que se me cerró en forma paulatina, después de ese incidente, la fuente supuestamente perpetua de energía.
Hube de arreglármelas con esas armas en modo manual, lo que significaba que debía ponerme de vigilante en los lugares que había descubierto como vulnerables a la entrada de los Bejerros y dispararles únicamente cuando estaba seguro de no fallar.
Lentamente, los M’ksai, que sabían que era yo quien había traído esas calamidades, desarrollaron medidas más inteligentes para lidiar con la ecología del Simurg. Para mí el sistema de estos seres era incomprensible, pero funcionaba dejando a los animalejos siempre a tiro de mi arma.
Paulatinamente, los Bejerros comenzaron a actuar de modo extraño. Lograban entrar a la casa en un estado que yo no comprendía si era de deshidratación o de envenenamiento y eran fáciles presas para mis armas aun cada vez más débiles. Y sin embargo, algo hay en esos bichos que los hace diferente a como eran antes. Temo aún escribirlo, pero pareciera que piensan. Por las dudas, programé a los semovientes para dispararles, cosa que hacen con éxito, pero deben controlar el disparo para ahorrar energía, lo que hace que a veces tenga hasta veinte Bejerros dándome vueltas. Creo que me observan, me estudian, a mí y mis semovientes, aunque les queda mucho para superarnos. Malicio que los M’ksai lograron hacerlos más débiles pero en la mutación produjeron bichos con algo de inteligencia.
Hace dos segundos tuve uno al alcance de mi mano. Parecía dulce, suave, pequeño, con un vello que daría gusto acariciar. Sus ojos me recordaron los de las gacelas, pero también sabía que son máquinas de devorar cualquier tipo de carne, incluso la mía. Ese Bejerro pareció estudiar lo que estaba escribiendo. Tal vez él mismo, a su modo, estuvo analizando cómo llegar a transmitir a los demás un pensamiento.
Sé que cuando lo haga estaré perdido, de modo que alcé mi arma con cuidado y disparé. El Bejerro no logró esquivar el proyectil que le dio muerte pero oí por primera vez un sonido complejo en el momento antes de su muerte.
Ahora mismo son dos los Bejerros que me indagan. Sé que estoy perdido. Y fuera escucho por primera vez un grito de alegría de los M’ksai.
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Héctor Ranea
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