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Última noche en Paris. Abris la ventana que te permitirá acceder al pequeño balcón, y seis pisos más abajo la calle, el collar de piedras que contornea al árbol flaco. El perfil de aquel edificio, enfrente, rematado en una chimenea casi caricaturesca, es ahora una sombra extrañamente atravesada por presagios de algo indefinible. Los parroquianos del restorán, en la esquina, ríen de pronto, todos a un tiempo. Seis chicos y chicas, en la vereda de tu hotel, juegan a la mancha. Se detienen más tarde, gritando eufóricos: uno de ellos enarbola un globo azul que sin embargo en un momento fatal se desprende de sus manos y sube, sube mucho más arriba de la copa del árbol, más arriba de tu balcón, de ese manotazo con que pretendés agarrarlo y que te impulsa a sacar imprudente medio cuerpo sobre la baranda al punto de que aun en el instante en que te precipitás a tierra, hacia la veredita donde los chicos gritan pero mucho más fuerte, estás sumamente irritado por no haber podido aferrar aquel maldito, aquel indiferente globo azul.
1 comentario:
Excelentísimo, Ariel
Enhorabuena por este texto
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