—La producción de ficciones ha descendido de un modo alarmante —dijo Pedro Fanguan revisando las estadísticas proporcionadas por el IMF. Levantó la vista e interrogó a Carmen Sosa de Tab, la promotora de 50 a 150 palabras.
—¿Qué se yo? —se atajó Carmen—. A mí no me acuse. Yo no vivo en la cabeza de los escritores.
—Debería.
—¿Debería?
—Debería, si quisiera hacer bien su trabajo, si no fuera una inútil con todas las letras.
—¿Qué letras?
—La “i”, la “ene”, la “u”, la “te”, la otra "i" y la “ele”.
—Se olvida del tilde.
—La tilde. ¿Se da cuenta?
—No, la verdad que no. ¿De qué estamos hablando?
—Antes, hablábamos de que producción de ficciones ha descendido de un modo alarmante. Ahora de que usted es una inútil con todas las letras.
—¿Qué letras?
—¿No le digo? Ni siquiera se da cuenta.
—¿De qué?
—Usted me irrita.
—Póngase talco boricado; es muy bueno.
—No es esa clase de irritación.
—¿Ah, no?
—¿Sabe qué, Carmen?
—No.
—Haga de cuenta que no le dije nada.
—¿Nada de qué?
—De que la producción de ficciones —dijo Pedro tratando de mantener la calma, aunque eso era perfectamente imposible— ha descendido de un modo alarmante.
—¿Hasta qué nivel descendió?
—Hasta el quinto infierno. —Pero casi de inmediato, Pedro se tapó la boca—. ¿Ve lo que me hace decir?
—No lo veo, pero lo oigo.
—Perdóneme, Carmen, olvidé que usted es ciega.
—No es nada, señor; estoy acostumbrada.
—¿Y se puede saber cómo llegó a trabajar de promotora de 50 a 150 palabras?
—Paso las yemas de los dedos por la superficie de los libros. Puedo distinguir perfectamente las letras.
—¡Qué notable! Me recuerda a un detective ciego que hacía eso. Leí el libro hace años, pero me olvidé del título, el nombre del personaje y el autor.
—Duncan Maclain, de Baynard H. Kendrick; tal vez la novela sea Reservations for Death o Blind Man's Bluff.
—No creo; no me suena.
—No le suena porque usted es sordo y acaba de bajar el volumen del audífono.
—¿Y usted cómo sabe eso si no me ve? —Pedro Fanguan estaba estupefacto. ¿Había subestimado las capacidades de Carmen Sosa de Tab?
—Soy alumna de Aleida Grababe.
—¿En serio?
Aleida Grababe era la única detective de la Federal que podía presumir de una entrada en el Libro Guinness. Ciega y sordomuda, carecía de brazos y piernas; era negra, judía y lesbiana. En su niñez había sido violada por el Batallón 611 de artillería en pleno, luego de diecinueve días de maniobras en Pampa del Viento. Aleida andaba en un carrito por las calles de Buenos Aires, colmadas de asesinos. Nunca había podido resolver un solo caso.
—En serio, ¿por qué habría de mentirle?
—No lo sé. ¿Para facturar una microficción más, tal vez? Una es mejor que ninguna. Sube el promedio y usted cobra algo de plata.
—¿Cuánto voy a cobrar?
—¿Por esta porquería? Veamos: tiene quinientas catorce palabras; a un euro con veinte la palabra le tocan seiscientos dieciocho euros, moneda más o menos.
—No está mal. ¿Escribimos otro?
—Dele.
Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman
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