Susurrando al sangrante llamado, la mano cayó una y otra vez. Siguiendo al descargante impulso, la otra mano llevó el tibio premio a la sedienta boca. Bebí, bebí y bebí. ... Hasta embriagarme. Una vez satisfecho, me abracé con ahínco a los amados demonios. Fue un abrazo de alegría, entre camaradas que saben que han cumplido con el deber. Les mostré la obra. Me elogiaron con desinteresada intención. Al ver esos rostros conocidos, los invité a beber. No quedaba mucho. Mucho se había desperdiciado, pero me agradecieron. Eran amigos. Me acompañaron en las amargas horas de martirio, antes de mostrarme la ancestral sabiduría.
Quedé solo. La vida trastocada de golpe. El enorme peso, desplazado. La novel levedad atacando desde arriba. Pasé largas horas analizando la púrpura obra. Cuando los párpados me pesaron, hubo algo que desencajó sobre el resto: la mano tallada en piedra. En piedra gris. En la soledad gris en que las inútiles horas aguardan. La mano no tendría que estar en esta obra. La piedra gris no debía manchar el rojo compuesto. Levanté la roca. La grisácea mano me atrapó, muerta como estaba.
Corrientes sobrenaturales circularon entre los tres componentes de la escena. Llamé a mis amigos, los demonios. Los maldije. Les grité. Los insulté. No dieron señales de vida. La mano de piedra gris comenzó a reptar sobre mí. Lento. Atenazándome los huesos con el dolor de la fría roca. Gris. Caí de rodillas. De rodillas ante la obra. La mano me apretó el cuello. El cuello prisionero respiró oscuridad frente a ella. Caí. No fui leve. Caí. No sentía nada. Caí. La cabeza golpeó el suelo. Por fin la mano dejó de apretarme. Giré mirando al techo, y no había techo. Estaban ellos, los demonios, los amigos. Me llamaron. Fui.
Al girar hacia abajo me veo con los dedos tejidos en el cuello. Frente a la obra. La mano de piedra gris, por fin cubierta de rojo.
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