La loca es tan sucia como hermosa, y vive escondida bajo su fachada maloliente de mujer extraviada y alejada del mundo de los hombres buenos.
Algunos la llaman "la loca de la vuelta", como si viviera a la vuelta de la casa de alguien. Otros dicen que es "la loca de la plaza", porque ella pasa muchas horas en ese lugar que parece regalarle una cuota de felicidad que nadie más puede comprender, a menos que transite una dimensión compatible con la de la desventurada.
Casi todos se creen con más derecho que ella a estar en la plaza, planean formas de sacarla de ahí, piden que la vengan a buscar del Moyano, así la dopan y vive como una planta que no jode. Intentan espantarla como si fuera una mosca que merodea la zona del asado, una cucaracha en la sopa de un bar berreta, un bicho que se metió en el oído, una piedrita en el zapato.
Y la tipa no se le acerca a nadie, no grita, no conversa, no pide y no brama.
En algún momento de su día, la loca transita por el cuadrado de pasto y árboles llamado plaza, sitio sagrado que los vecinos veneran, en donde hay bancos habilitados para sentarnos (supuestamente) todos, seamos locos o del bando de la cordura, porque... que yo sepa, para sentarse a tomar aire no hay que presentar certificado alguno.
Un banco en una plaza es un reposo, un sosiego, un lugar para mi loca. Y mi loca tiene tanto derecho a descansar, a tomar sol y perderse en su malambo de ideas provenientes de dendritas malamente conectadas a unas neuronas bastante apagadas, quemadas por la mala alimentación, la falta de instrucción y la carencia de amor humano.
La loca no tiene vuelta y a esta altura, mejor que no la tenga, porque sabría que se burlan de ella y hoy lo ignora.
La loca molesta, los inquieta... les recuerda que la cordura puede perderse en menos tiempo del imaginado, y tienen temor de estar observando el espejo de un futuro cercano.
La loca... ni se sabe el nombre.
Por allí anda vagando, musitando alguna palabreja en gerigonza, exhibiendo su pobre cuerpo maltratado por la calle y el destino.
Y los chicos le huyen, las madres la esquivan, los hombres no la consideran hembra, salvo un par de mendigos que andan por la estación y se sirven de ella y ella, de ellos. A ellos les muestra sus bellas y redondas tetas sucias.
Y los otros, los normales, no ven el Maná que brota debajo de la mugre de mi loca, el Maná que sabe a rancio por falta de higiene.
Sólo los animales la buscan sin segundas intenciones. Los gatos se le aproximan de a poquito, sinuosamente, ronronean en su idioma gatuno unas lindas frases de empatía hacia la mujer solitaria que los acaricia sin temor, ya que ella será despreciable para los humanos, pero para los felinos es una amiga constante. Y los perros le saltan encima moviendo la cola y chupeteándola torpemente, así como son ellos, que no calculan su peso y se avalanzan llenos de un amor descontrolado de colas en movimientos circulares y sonidos cómicos que encienden la sonrisa de esta mujer que subsiste de milagro.
Y entre gatos y perros que comparten su sol, ella come lo que encuentra, lo que alguien le da esporádicamente y lo que en algún tacho se ve como un manjar.
Ella, que no está cuerda pero es buena... que de cuerda sólo tiene la que sostiene sus harapos cochambrosos, se ríe de todo, no sabe leer, ni contar, ni ganarse la vida... ni coser, ni bordar, pero sabe abrir la puerta para ir a jugar.
Raquel BarbieriExtraído de
Despertar de la Crisálida
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