Hoy debí haber amanecido con sed. Las anchoas siempre me dan una sed bárbara. Pero hoy no. Hoy no tengo nada de sed.
Mataba el calor. Siempre mata el calor para las Fiestas, y las chapas arden. Desde la mañana, este veinticuatro en cada casilla retumbaba la cumbia y a full salía a los pasillos. Los chiquitos, mis hijos con la Alcira, también ya desde la mañana andaban tirando cuetes allí afuera.
Pucha con el calor: los otros días, a los chicos les freí unos huevos al ras de una lata recontracaliente, que andaba tirada por ahí. La limpié con un trapo y casqué los huevos. A mis hijos, les era increíble verlos chirriar sin aceite. Mojaban el pan y, de puro entusiasmados, sacudían las patitas levantando polvo en la tierra reseca.
El veinticuatro…, manía de decir el veinticuatro. Ayer los hijos de la Alcira habían llegado de tardecita con sus novias, y me trajeron un frasco de anchoas. Saben que a mí me enloquecen las anchoas y, como yo supe hacerme querer, de vez en cuando me hacen el gusto.
Sin dejar ir el tiempo, arrimamos la mesa a la puerta y, al reparo de la lonita que nos atajaba ese sol anaranjado, con los muchachos a la cerveza nos dimos. Y, ya temprano, empezamos la Nochebuena.
Un diciembre seco como ninguno. Ni me acuerdo cuando llovió. Pero, a nuestros pies, por los surcos del pasillo corría el agua; siempre corre el agua podrida en la villa. ¿Adónde van a ir esas aguas sino a correr por el pasillo?
La Alcira y las chicas cocinaban en la garrafa. Era como que cocinaban en el fondo de un infierno, y el olor de las frituras te punzaba la nariz.
A más calor: más cerveza, decían los muchachos y mandaban a los chiquitos al quiosco. Protestando iban. Pero bien que aprovechaban el viaje: de contrabando se traían más petardos. Más cerveza y más petardos. Dale que dale.
¡Así empezamos, ja,ja,ja! Cerveza, petardo y barullo de cumbia.
Todo bien, hasta que el Yagui pasó por la puerta, y se molestó. El muy delincuente cagó a gritos a los chicos. Sería por los petardos, vaya a uno a saber. Y volcó la mesa con las botellas y todo; y se nos metió en la casilla. Llantas con resortes, remera, gorrito: todo nuevo y de marca. Es como si cada día estrenara ropa. Si no cada día, día por medio la estrena; ellos no lavan la ropa sucia: la descartan. De punta en blanco el guacho, ahora nos gritaba a nosotros. Yo no entendía su hablar. Tanto escombro armó, que las mujeres dejaron sus cosas y se dieron vuelta hacia el frente. Los chiquitos habían entrado detrás del Yagui, y lo miraban con ojos de miedo. Para mí, ya estaba borracho el chabón.
—Está refalopa.
—Está pasado de merca —dijeron los hijos de la Alcira.
Y el otro seguía en ese idioma que yo nunca comprendí.
De golpe sacó una 9. Y tiraba al techo.
—¡EH…, PARÁ, CHE! ¡PARÁ QUE ME AUJEREAS TODAS LAS CHAPAS!
Pero siguió.
—¡PARÁ, CARAJO!
Vi la boca de la pistola, y el fuego. Oí un último tiro. Gritos. Gritos que se me fueron haciendo remotos, hasta apagarse.
Hoy debí haber amanecido con sed. Las anchoas siempre me dan una sed bárbara. Pero hoy no. Hoy no tengo nada de sed. ¡Y cuánto frío hace en diciembre! Mis huesos helados tiritan la carne, y un sol blancuzco y poroso, me chupa de entre mis chiquitos; en una paz desconocida y sedosa.
¡Ay, de mis pibes! Yo abandono mi cuerpo inmóvil, y él queda con ellos.
Mataba el calor. Siempre mata el calor para las Fiestas, y las chapas arden. Desde la mañana, este veinticuatro en cada casilla retumbaba la cumbia y a full salía a los pasillos. Los chiquitos, mis hijos con la Alcira, también ya desde la mañana andaban tirando cuetes allí afuera.
Pucha con el calor: los otros días, a los chicos les freí unos huevos al ras de una lata recontracaliente, que andaba tirada por ahí. La limpié con un trapo y casqué los huevos. A mis hijos, les era increíble verlos chirriar sin aceite. Mojaban el pan y, de puro entusiasmados, sacudían las patitas levantando polvo en la tierra reseca.
El veinticuatro…, manía de decir el veinticuatro. Ayer los hijos de la Alcira habían llegado de tardecita con sus novias, y me trajeron un frasco de anchoas. Saben que a mí me enloquecen las anchoas y, como yo supe hacerme querer, de vez en cuando me hacen el gusto.
Sin dejar ir el tiempo, arrimamos la mesa a la puerta y, al reparo de la lonita que nos atajaba ese sol anaranjado, con los muchachos a la cerveza nos dimos. Y, ya temprano, empezamos la Nochebuena.
Un diciembre seco como ninguno. Ni me acuerdo cuando llovió. Pero, a nuestros pies, por los surcos del pasillo corría el agua; siempre corre el agua podrida en la villa. ¿Adónde van a ir esas aguas sino a correr por el pasillo?
La Alcira y las chicas cocinaban en la garrafa. Era como que cocinaban en el fondo de un infierno, y el olor de las frituras te punzaba la nariz.
A más calor: más cerveza, decían los muchachos y mandaban a los chiquitos al quiosco. Protestando iban. Pero bien que aprovechaban el viaje: de contrabando se traían más petardos. Más cerveza y más petardos. Dale que dale.
¡Así empezamos, ja,ja,ja! Cerveza, petardo y barullo de cumbia.
Todo bien, hasta que el Yagui pasó por la puerta, y se molestó. El muy delincuente cagó a gritos a los chicos. Sería por los petardos, vaya a uno a saber. Y volcó la mesa con las botellas y todo; y se nos metió en la casilla. Llantas con resortes, remera, gorrito: todo nuevo y de marca. Es como si cada día estrenara ropa. Si no cada día, día por medio la estrena; ellos no lavan la ropa sucia: la descartan. De punta en blanco el guacho, ahora nos gritaba a nosotros. Yo no entendía su hablar. Tanto escombro armó, que las mujeres dejaron sus cosas y se dieron vuelta hacia el frente. Los chiquitos habían entrado detrás del Yagui, y lo miraban con ojos de miedo. Para mí, ya estaba borracho el chabón.
—Está refalopa.
—Está pasado de merca —dijeron los hijos de la Alcira.
Y el otro seguía en ese idioma que yo nunca comprendí.
De golpe sacó una 9. Y tiraba al techo.
—¡EH…, PARÁ, CHE! ¡PARÁ QUE ME AUJEREAS TODAS LAS CHAPAS!
Pero siguió.
—¡PARÁ, CARAJO!
Vi la boca de la pistola, y el fuego. Oí un último tiro. Gritos. Gritos que se me fueron haciendo remotos, hasta apagarse.
Hoy debí haber amanecido con sed. Las anchoas siempre me dan una sed bárbara. Pero hoy no. Hoy no tengo nada de sed. ¡Y cuánto frío hace en diciembre! Mis huesos helados tiritan la carne, y un sol blancuzco y poroso, me chupa de entre mis chiquitos; en una paz desconocida y sedosa.
¡Ay, de mis pibes! Yo abandono mi cuerpo inmóvil, y él queda con ellos.
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