Acabó de afeitarse. Limpió y guardó la cuchilla. Repitió su ritual diario: tónico facial y crema hidratante. Se miró fijamente al espejo. Se engominó el cabello. El tiempo pasa. El tiempo erosiona. Es fácil entender a los alquimistas buscando el elixir de la eterna juventud. Miró de reojo el bote de desodorante que había comprado su hijo adolescente. Ése que anuncian en televisión, con efectos milagrosos. Ése que convierte a un hombre vulgar en un adonis musculoso. La casa estaba en silencio. La casa dormía. Tímido, avergonzado, asió el bote y embadurnó su cuerpo del potingue mágico. Acabó de vestirse y marchó presto rumbo al trabajo.
Se sentía diferente, rejuvenecido. Caminaba más erguido, desafiante. En su transitar se cruzó con varias mujeres: rubias, morenas, panochas. Altas, elegantes, embriagadoras. Ninguna reparó en su presencia. Malhumorado, desabrido, huraño, seco, llegó a la oficina. No le saludó la portera. Hosco, ceñudo, destemplado, dejó caer la americana en la silla y se dirigió a la máquina del café. Apretó el botón, salió sin azúcar y sin cucharilla. Se iba a enterar el de mantenimiento. ¡Qué vergüenza! Como engaña la publicidad a estos pobres adolescentes —pensó—.
Extraído del blog Caleidoscopio http://xavierblanco.blogspot.com/2011/05/73-la-crisis-de-los-40.html
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