Agonizando en una mesa de operaciones escuché una frase: “la víctima había perdido la memoria en un trágico episodio”. Entonces miré hacia un costado y vi el aura (su aura) de un color índigo resplandecer hasta enceguecerme. Él me mostró varias ciudades. Un tren similar a una serpiente. Una laguna. Un fruncido ábaco perdido en los repliegues del tiempo con los que (creo) calculaba las edades de las cosas. Vi las salientes de un frágil promontorio, como aquel por donde los antiguos arrojaban sus niños deformes. Sentí ese olor a incienso presente en todos los rituales de los que el hombre tiene memoria. Me sentí frágil y (con las manos juntas) le imploré a algo que —me habían enseñado— era Dios. Nunca tuve respuesta. Entonces me vi dividido frente a un sendero para seguir todas las alternativas de los brazos en los que divergía. Empecé a creer en el poder de los seres ubicuos, pero dudé de mi salud mental. Me vi —ingenioso— conspirar en el asesinato del tiempo (en pos de la nada misma). Tome mi pluma, comencé a garabatear una historia y antes de sospechar que estaba muerto, escribí la palabra fin.
Armando Azeglio
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