Había una vez un perro.
Era un perro muy cariñoso que hacía muchas monadas a sus dueños.
Pero de vez en cuando hacía otras cosas propias de perros, y sus dueños se las afeaban, y él agachaba las orejas y fingía que lloraba y su llanto era real sin dejar de ser falso.
Hacía esas cosas adrede. Justo antes de hacerlas pensaba si no sería mejor no hacerlas, pero siempre decidía que no le apetecía aguantarse.
A veces pensaba, con cerebro perruno, que cualquier día sus dueños se hartaban y lo ponían de patitas en la calle.
Pero era un perro muy observador.
Cuando sus dueños se enojaban con él y él hacía eso que tan bien controlaba con ojos y orejas, los escuchaba haciendo como que no:
—Pobre, si no es más que un perro.
Y él entonces comprendía que tenía carta blanca.
Además, pensaba, si sus dueños no soportasen las cosas de los perros tendrían gato.
Y así fluían los días y las noches, sin más preocupación.
Porque incluso si por esas cosas de la vida a sus dueños les daba un día por abandonarlo (todo el mundo tiene algo impredecible, hasta él se sorprendía a sí mismo a veces), él sabía perfectamente que su actitud no tendría nada que ver con eso.
Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez
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