No me gustan los paraguas negros. Me resultan fúnebres.
Cuando me cruzaba a un sujeto con paraguas oscuros, no podía evitar alejarme sintiendo escalofríos.
Pero esa tarde tormentosa, con amenaza de granizo, no pude resistirme a esa voz masculina con paraguas negro que me ofrecía un pequeño resguardo.
Cabizbaja caminaba a paso rápido pero tuve que acomodarme al ritmo lento de ese hombre.
No sé por qué no alcé la vista para observar su rostro. Tal vez por temor de aceptar la compañía y ayuda de un extraño, cuando mi madre me repetía incansablemente que no lo hiciera.
Sólo caminábamos, tratando de sortear las baldosas sueltas y a los autos que, impertinentes, nos salpicaban en cada cruce de calles.
Sus manos estaban ocultas por guantes y su cuerpo por un sobretodo que lo hacía más grande aún.
Sentía mucho miedo e inseguridad, pero no sabía bien por qué no dejaba de caminar a su lado. Sin emitir sonido, sólo avanzábamos hacia delante.
Poco a poco la lluvia cesaba y, reuniendo valentía, me hice a un lado, susurrando apenas un “gracias”.
Continuó por la vereda y, varios metros más adelante, giró para doblar por la próxima calle, mientras bajaba lentamente su paraguas.
Nunca nadie va a creerlo, tal vez por eso nunca lo mencioné. Sólo hoy me atrevo a contarlo bajo un falso nombre.
Sólo un hombre con sobretodo y manos con guantes que portaban un paraguas negro.
Sólo un hombre sin cabeza.
2 comentarios:
Un gusto leerte, Marisa.
Saludos
Muy bueno...qué final!
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