domingo, 15 de mayo de 2011

Mariposas que no volaron nunca (*) – Héctor Ranea


En ciento tres estantes, cuatrocientos veintisiete anaqueles vidriados y siete baúles impecables, el Dr. Fausto Beninteso había dejado su legado de mariposas a la posteridad. Las tenía catalogadas por regiones, luego por especie y por familia. Contaba a sus amistades que una por una las había incorporado él a la colección, sin recurrir a ese método poco científico de canjearlas, ya que no podía asegurar la pertenencia a región alguna de mariposas que él no pudiera certificar personalmente. Se decía a sus espaldas que colecciones mucho más numerosas podrían aparecer, también juntadas por él, con las mariposas repetidas, ya que en su búsqueda de la perfección no cejaba nunca. Los que anatemizaron su nombre hablaban de clonación, pero él replicaba con su particular bonhomía que si fuera capaz de eso, hubiera ganado el Nobel por su contribución, ya que la clonación de los filtros estructurales de color debió ser perfecta, porque las mariposas lucían muertas con la lozanía del color intacta.
La única que podía dar datos acerca de alguna nigromancia fue su mujer Teodora, muerta en circunstancias misteriosas pero que dejaban al margen de sospecha al benemérito científico. Al parecer, el interés por su declaración fue tanto que se intentaron contactos extracorpóreos con su alma inmortal, infructuosos, por cierto. Al morir el Dr. Beninteso, en uno de los anaqueles se descubrió un ejemplar de Actias Luna en cuyas alas estaba inscrito un haiku denominado Saturnalia. Los ojos falsos de la Actias eran idénticos a los de Teodora.
Lo fantástico es que el poema no estaba escrito con tinta sino compuesto por la misma estructura que filtraba la luz para darle color a los ojos de Teodora, que era idéntico a los naturales.
El misterio no termina ahí. Encontraron que esa misma mariposa jamás voló, jamás estuvo en un bosque. Y que los ojos de Teodora, los días de Luna llena, se coloreaban con tintes ligeramente metálicos.


Héctor Ranea

(*) Imagen tomada del poema “Aleph”, de Gonzalo Rojas, poeta chileno recientemente fallecido. Vaya el homenaje póstumo.

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