Ella era mala en el sentido más literal de la palabra, en ese sentido sórdido y profundo en el que podemos llegar a sentir desde una atracción animal hasta incomodidad física estando a su lado, porque la maldad le brotaba por los poros de todo el cuerpo y se sentía como una corriente de energía eléctrica a la vez helada sin siquiera rozarla.
Sus ojos de mala taladraban al otro haciéndole doler la cabeza sólo con mirarlo fijo, y ese otro no sabía que era ella con sus pensamientos sucios quien contaminaba el ambiente. Sí, mala como la peste, bella como una rosa, pero sin aroma a flor, con un hedor entre azufre y metal corroído, una mezcla fría y áspera como su carácter, así era la desgraciada.
Mala desde la cuna, la mala de la película... ella, hija de perra, la hija deseada de dos pobres seres que festejaron la llegada de la maldita a este mundo, en medio de una carcajada de felicidad explosiva, bombones de chocolate y ramitos de jazmín, pensando que traían un ángel a este mundo.
Y la mala moró entre los mortales y enredó sus rulos de pelo grueso oscuro, en el cuello de un infeliz al que le absorbió el seso y el alma, pero a él no le mostró la maldad sino hasta que lo tuvo dominado como a un pájaro en su jaula, impotente de tomar decisiones y de pensar por sí mismo. Lo trató como quien tiene un ave cuya jaula se cubre de noche con un trapo opaco y de día permiten que cante, coma y se lave el culo a la vista, en un espacio diminuto y hediondo. Así fue que ella, malparida bajo el disfraz de buena chica sólo ante él y los anteriores con los que se enredó, mostraba una cara encantadora cuando le convenía, y su verdadera personalidad cuando a solas, tramaba la absorción de las ideas de los demás, los sentimientos de quienes la querían, la energía vital ajena... y la venta de su propia alma al diablo, quien le había dado a cambio, entre otras cosas, el castillo de Villa del Parque para que morara eternamente.
Extraído de Despertar de la Crisálida
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