jueves, 7 de abril de 2011

Los trazos - Néstor Darío Figueiras


Una angina no es lo mismo ahora.
Cuando era niño, mi desbordante imaginación me mostraba a las bronquitis y anginas que padecía cada invierno como unas señoronas adustas que me visitaban para descansar unos días en mi habitación. Y con razón: el trimestre invernal era temporada alta para ellas. ¡Tenían que enfermar a tanta gente en tan poco tiempo…!
Recuerdo que la fiebre me hacía tiritar y mi nariz cargada no cesaba de gotear. La enfermedad nunca aflojaba hasta que pasaban dos semanas de cama, como mínimo. El hastío provocado por la convalecencia se tornaba felicidad ante la catarata de mimos prodigados por mamá: durante el reposo sus caricias y besos se multiplicaban. Y papá me traía regalos al regresar de su trabajo. La televisión se mudaba a mi cuarto durante una buena parte del día y la comida humeaba sobre la mesita de patas plegables, ésa que tenía un revestimiento plástico cuyo motivo se repetía: una tetera, una taza, una azucarera, otra tetera, otra taza, otra azucarera… Todas estaban pintadas en tonos grises, rojos y verdes, una combinación de colores que siempre me pareció triste pero irresistible a la vez. Había que desarrollar cierta destreza para comer en la cama sin derramar la sopa sobre las cobijas; y si las migas de pan caían entre las sábanas, después había que aguantarse la comezón que provocaban mientras uno dormía.
Pero esa mesita no sólo servía para comer sin abandonar la cama. Recuerdo que esbocé cientos de dibujos sobre ella, a pesar de que los trazos eran interrumpidos por los impredecibles y violentos estornudos que manchaban con moco mis hojas canson número cinco. Robots, superhéroes, naves espaciales, murciélagos, caballeros de armaduras relucientes. Todo ello brotaba de los lápices que —¡y sólo ahora puedo verlo!— tenían vida propia. Esos caprichosos lápices guiaban a mis manos torpes, bosquejando a las criaturas que pueblan desde entonces una gruesa carpeta que mamá ha atesorado hasta hoy.
Junto a los dibujos amontonados iban apareciendo, sigilosamente, los libros, muchos de ellos traídos por papá. A pesar del veredicto implacable del termómetro, liberé una y mil veces al prisionero de Zenda, caminé asombrado y sin descanso entre las ajedrezadas ciudades de Marte, y escapé milagrosamente de los Morlocks.
Así transcurrían las tardes invernales, entre tazas de café con leche y tostadas, los dibujos animados, el dominó y las historietas; mientras que ninguna culpa podía avinagrarme el alma al contemplar a los pobres condenados que, sin tener opción, se enfrentaban a los rigores del invierno, al otro lado de las ventanas. La culpa es algo que se va aprendiendo —y aprehendiendo— al crecer. Pero estos instantes son míos, y sólo voy a rememorar momentos felices, o lo que la distorsión del tiempo me muestre como tales: el paso de los años y la memoria antojadiza conspiran para deformar las evocaciones. Pero, ¡qué importa! ¿Acaso no es mejor recordar como un momento colmado de alegría la terrible hora en la que tenía que tomar ese jarabe espantoso? ¡Y las píldoras intragables, que a pesar de todos mis esfuerzos se emperraban en disolverse en mi boca, provocándome náuseas!
Ojalá uno pudiera reírse así de todo lo malo que ha vivido, mirando sólo el brillo de ese barniz con el cual los años embadurnan las vivencias dolorosas. Porque la vida nunca paró. Siguió y siguió sin piedad. Impuso substitutos para todas las pérdidas, incitándome a continuar, como si la existencia misma me necesitase a mí, y no yo a ella. Pero no me quejo. ¿Cómo podría? Si en el recuerdo brillan con nitidez la compañera de toda la vida, los hijos amados y crecidos, los amigos, los logros acumulados…
Lo que pasa es que los lápices lo manejan a uno, y uno no lo sabe hasta el final, hasta este momento en el cual prefiero no abrir los ojos mientras los míos me contemplan resignados, observando cómo me apago, cómo por fin soy liberado de esta sala de terapia intensiva, de paredes grises, rojas y verdes. Y si no quiero que sepan que aún estoy despierto es porque no voy a azuzar llantos innecesarios; y porque, como ya dije, estos instantes son míos.
Una angina no es lo mismo ahora que estoy viejo y moribundo, ahora que puede matarme más rápidamente. Pero aún así es necesario que celebre cuán hermosos han sido los trazos que la vida me supo arrancar de estas manos torpes.
Por eso, atrapado entre la memoria y la agonía, recuerdo… y recuerdo…

No hay comentarios.: