Y ahí estábamos, enfrentados a escasos diez o doce metros, mirándonos a los ojos. Confiando en la certeza de un disparo. Parecía increíble haber llegado a esta instancia. Dos hombres dispuestos a eliminarse, como única forma de drenar tanta bronca, y tanto odio acumulado.
Ya eran las cinco de la tarde. El lugar, un descampado detrás del cementerio, muy poco frecuentado, casi inaccesible gracias a una hilera de matorrales densos que lo rodeaba, con un piso de tierra duro y desparejo, donde la vegetación se negaba a crecer en medio de un pedregal mezclado con escombros.
Hoy parece una ironía que todo haya comenzado con un simple partido entre dos barrios vecinos y un empate en cero que parecía inamovible. Luego él, desbordando por la derecha y recibiendo un pase de ensueño. La entrada al área y yo, como última posibilidad para tapar un gol seguro, que si al menos hubiese intuido lo que vendría seguramente lo habría dejado pasar. Pero no. Me arrastré por el suelo, como ahora arrastro los pies y lo llevé por delante. Inmediatamente sobrevino el grito de “penal” de ellos, la respuesta de mis compañeros intentando justificar lo injustificable, alegando casualidad a lo que yo mismo sabía una clara falta. Luego surgieron los empujones, los golpes y los insultos que fueron incrementando su agresividad muy rápidamente. Hasta que llegaron los que más duelen, los que no se le permiten a nadie. Los que tocan lo más sagrado. Por último, llegaron las amenazas, cada vez más creíbles.
Una mueca del destino terminó enfrentándonos a aquellos que habíamos iniciado esta cadena de hechos violentos. Dos embajadores casuales de dos bandos que comenzaban a declararse enemigos. Y cuando estábamos cara a cara, a escasos centímetros, atenazados por nuestros compañeros para no despedazarnos con las manos, fue cuando él lanzó su rugido más temible: “Esto lo vamos a arreglar vos y yo solos. Con mis reglas”. Mentí un gesto desafiante accediendo a un reto que, en mis cabales, jamás hubiese aceptado. Luego, el silencio. Un aciago silencio que me enfrió la sangre. Como si todos se hubiesen dado cuenta de que se había llegado demasiado lejos, ellos juntaron sus pertenencias y se perdieron detrás del cañaveral cercano a uno de los arcos. Mis compañeros me miraron con piedad.
Con sorpresa, me enteré esa misma tarde de la historia siniestra que sentenciaba mi destino: comenzaron diciendo, casi al pasar, que ese engendro había estado preso dos veces. Una por robar un almacén y herir al dueño con un tiro en la rodilla. Y la segunda, como si aquello hubiese sido poca cosa, por apuñalar a un pobre fulano que lo había encerrado con el auto. Creo que por piedad evitaron darme detalles acerca de esos hechos.
Al poco tiempo comenzaron a llegar a casa sus llamadas cargadas de agresividad. Mensajes amenazantes que quedaban grabados en la cinta de un contestador que se animaba a responder por mí. Luego, encuentros no tan casuales camino al trabajo o al bar.
Como un intento de reconciliación, el destino me propuso continuar los estudios en Rosario. Al poco tiempo, la posibilidad laboral en Montevideo, después el traslado a Concordia y en algunos años, el retorno a Buenos Aires con francas esperanzas de que el olvido hubiera aliviado el alma de ese monstruo. Pero una noche me lo encontré. Fue en el baño de un boliche. Sentí que alguien me tocó el hombro y cerca del oído me dijo con vos ronca “Vos y yo tenemos un asunto pendiente”. Puso el lugar y la hora. Dio media vuelta y detuvo su paso alterado por el alcohol para completar “Vení solo y sin trampas. Y si llegás a faltar te juro que te busco y te amasijo”.
Los días que siguieron pasaron volando, dejándome aquí, en este campo, donde ahora estamos contando pasos, yo con ojos húmedos y dientes apretados e improvisando una plegaria mientras le doy la espalda. Un viento helado comienza a desatarse desde las nubes. Las manos me transpiran y no es a causa de los guantes. Froto unos contra otros los dedos abarrotados de miedo. La suerte está por tirar su última moneda. ¡A qué hemos llegado!, la precisión de un disparo sentenciando un juicio.
Intento una mirada, mezcla rara de desafío que logre amedrentarlo y de súplica por misericordia. Entonces él, con la frialdad de los despiadados, con el mismo veneno de aquel día ahogando su sangre, avanzó y pateó justo hacia mis manos.
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