De pie en medio de la oficina, Sabrina está shockeada, la fotografía le quema las manos y se pregunta si sus amigos también recibieron una igual antes de morir.
La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a una época tan lejana como feliz; los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara sin saber que en ese mismo instante estaban firmando su sentencia de muerte.
Atónita, Sabrina observa el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos, el asesino los ha recortado prolijamente, salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva, su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el peor de los presagios: ella será la octava víctima, seguirá los pasos de sus amigos y nada ni nadie lo impedirá.
Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose todo por delante (incluso a su jefe), sube al auto estacionado en la puerta y se dirige hacia su casa.
En medio de su desenfrenada carrera, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la hizo saltar de la cama: “Encontraron el cadáver de Alex en el río”, le dijo llorando, para luego agregar: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la camilla metálica donde descansaban los restos de lo que había sido su amigo Alex: no hubieran podido reconocerlo si no hubiese sido por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.
Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana la muerte visitó a Nadia: su cuerpo salvajemente golpeado fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina no relacionó ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela…
Un bocinazo la devuelve a la realidad, pero en lugar de aminorar la marcha acelera aún más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo. Está decidida a no ser la octava víctima.
Diez minutos más tarde llega a su casa, salta del auto y corre hacia la puerta. Al abrirla se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho; quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.
Avanza un par de metros hacia el interior de la casa. Está todo revuelto: infinidad de papeles en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y masetas rotas…
Sin que ella les dé la orden, sus piernas comienzan a huir: corre hacia el auto, sube y acelera a fondo, justo cuando la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiese llegado a advertirle… En cambio, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar: Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto en el que iban contra una torre de iluminación.
Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.
La imagen deformada de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente, y al recordarla no puede evitar estremecerse.
De repente tiene una idea. Gira en el primer retorno y encara hacia el este, hacia el campo de sus padres: aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida.
En ningún momento piensa en recurrir a la policía, Sebastián ya lo pensó antes y acabó misteriosamente con una bala enterrada en su cabeza.
Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta iluminando el horizonte, Sabrina llega al campo. Cruza la tranquera y detiene el auto frente a la casita que interrumpe aquel inmenso páramo.
Antes de apearse mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca que un grito desesperado escape de su garganta. Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido.
Presa del pánico, abandona el auto y camina a paso acelerado hacia el interior de la casa. No hay luces encendidas y la oscuridad lo envuelve todo. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra.
Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y… el grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la fotografía tomada en Brasil, y los rostros recortados forran el suelo.
El miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá en la octava víctima.
De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, y automáticamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y… retrocede aterrorizada. No puede creer lo que le muestran sus ojos. Y de inmediato sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella, apuntándole con un arma.
Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.
La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a una época tan lejana como feliz; los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara sin saber que en ese mismo instante estaban firmando su sentencia de muerte.
Atónita, Sabrina observa el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos, el asesino los ha recortado prolijamente, salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva, su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el peor de los presagios: ella será la octava víctima, seguirá los pasos de sus amigos y nada ni nadie lo impedirá.
Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose todo por delante (incluso a su jefe), sube al auto estacionado en la puerta y se dirige hacia su casa.
En medio de su desenfrenada carrera, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la hizo saltar de la cama: “Encontraron el cadáver de Alex en el río”, le dijo llorando, para luego agregar: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la camilla metálica donde descansaban los restos de lo que había sido su amigo Alex: no hubieran podido reconocerlo si no hubiese sido por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.
Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana la muerte visitó a Nadia: su cuerpo salvajemente golpeado fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina no relacionó ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela…
Un bocinazo la devuelve a la realidad, pero en lugar de aminorar la marcha acelera aún más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo. Está decidida a no ser la octava víctima.
Diez minutos más tarde llega a su casa, salta del auto y corre hacia la puerta. Al abrirla se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho; quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.
Avanza un par de metros hacia el interior de la casa. Está todo revuelto: infinidad de papeles en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y masetas rotas…
Sin que ella les dé la orden, sus piernas comienzan a huir: corre hacia el auto, sube y acelera a fondo, justo cuando la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiese llegado a advertirle… En cambio, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar: Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto en el que iban contra una torre de iluminación.
Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.
La imagen deformada de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente, y al recordarla no puede evitar estremecerse.
De repente tiene una idea. Gira en el primer retorno y encara hacia el este, hacia el campo de sus padres: aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida.
En ningún momento piensa en recurrir a la policía, Sebastián ya lo pensó antes y acabó misteriosamente con una bala enterrada en su cabeza.
Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta iluminando el horizonte, Sabrina llega al campo. Cruza la tranquera y detiene el auto frente a la casita que interrumpe aquel inmenso páramo.
Antes de apearse mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca que un grito desesperado escape de su garganta. Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido.
Presa del pánico, abandona el auto y camina a paso acelerado hacia el interior de la casa. No hay luces encendidas y la oscuridad lo envuelve todo. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra.
Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y… el grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la fotografía tomada en Brasil, y los rostros recortados forran el suelo.
El miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá en la octava víctima.
De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, y automáticamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y… retrocede aterrorizada. No puede creer lo que le muestran sus ojos. Y de inmediato sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella, apuntándole con un arma.
Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.
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