Entre otras cosas que recibí en herencia de mi bisabuela, está un centímetro de costurera, de esos de metro y medio que, dicen las voces sabias de mi familia, tiene la prosapia suficiente como para medir las culpas de uno con precisión de pocos pecados veniales.
Se supone que la forma de usarlo (aunque la original se pierde en la noche de los tiempos porque el centímetro ese parece tener más historia que la capa tejida por la solterona de San Nicolás) es acercar el medidor a la culpa y permitir que marque la distancia existente entre el inicio de los pecados y el usuario.
Ni qué decir tiene que semejante precisión y exactitud lo dejan al mentado usuario no sólo boquiabierto sino realmente estupefacto. A veces, como si sólo le faltara hablar, el centímetro canta las justas y aparecen escritas en orden decreciente de tamaño, las culpas que el usuario pudo haber olvidado.
En la familia se conocen varios casos de suicidio y tengo para mí que se deben a este aparato del demonio, pero aún así lo ofrezco para que cada uno se declare inocente de lo que pueda y descargue su alma de los pecados mal asignados, que siempre hay y que tenga tiempo de declararse inocente antes de que las Parcas le corten el destino y el gollete.
Pero claro, no todos resisten tanto análisis y se cuelgan antes de tiempo de alguna saliente en el departamento donde viven, casi siempre después de tener una verborrágica sesión con alguna tía, de esas que recuerdan con sumo detalle los episodios de la infancia que a uno le pesan como si fueran limones de plomo colgados de escrotos de cristal.
Sergio Gaut Vel Hartman
Héctor Ranea
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