—Vea mozito ―dijo el viejo Sánchez, hablando así, con zeta —, le estoy contando de un tiempo mucho antes de que Tata Dios viniera por estos pagos.
Era de madrugada y la Luna Nueva permitía una extraordinaria visión de las estrellas. El almacén de Don Espronceda oficiaba, las noches de los sábados, de boliche para la peonada de los campos de varias leguas a la redonda. Una suave brisa del sur hacía aún más frío el invierno y mi poncho me protegía a duras penas de la incipiente helada. Ya no sentía las orejas, pero hubiese sido una desconsideración imperdonable dejar las mesas donde se mezclaban añejas botellas de ginebra, de aquellas de barro, algún porrón de cerveza y dos o tres botellas de vino; debajo de la parra sin hojas, y pobremente iluminadas por la débil luz del Sol de Noche ―colgado en las vigas del techo, adentro— que escapaba por una pequeña ventana.
Yo era peón de Don Peralta, y llevábamos una tropilla desde Azul hasta Pergamino, y habíamos hecho un alto en los pagos de Chacabuco; en un viaje que hacíamos tres o cuatro veces al año. Lo de Espronceda era una parada obligada, y oír las historias de Don Sánchez, un placer que recuerdo con enorme nostalgia.
―Por acá vivían los pampas, mucho antes que los araucanos; y había otros dioses, antes del crucificado —contaba el viejo, mientras se persignaba.
—¿Sabe, Don, de dónde vienen las estrellas? ―había preguntado yo, a sabiendas que no iba a resistirse a inventar una historia fantástica.
—Mire ―prosiguió —, yo creo que la tierra estaba fresca, entuavía. Y los dioses no habían aprendido a distinguir entre el bien y el mal. Y no había mucha gente. De acá al mar, debe haber habido unas diez personas, no más. Tampoco sé si ya se habían inventado los guanacos. Por la zona donde ahora está el Tandil, vivían dos hermanos indios, muy pendencieros ellos. El cura de Balcarce me anotició, una vez, que a él le habían dicho que eran hijos del primer hombre y la primera mujer pampas; y yo creo que era así.
«Hace tanto de esto, que nadie se acuerda de los nombres de ellos, así que vamos a suponer que se llamaban Pedro y Pablo, digo yo.»
«Una vez los dos hermanos viajaban, caminando, más o menos por donde ahora está Olavarría, allá en el sur, buscando mujer para poblar la pampa. Dicen que encontraron una india muy bonita, pero que no se mostraba interesada en ninguno de los dos. Varios días estuvieron siguiéndola, hablándole de las cosas que le podían dar cada uno. Uno le prometía un rancho, el otro uno más grande; uno le decía dónde encontrar una aguada, el otro le decía que tenía un manantial con agua fresquita.»
«Cosa curiosa, vea, discutían tupido, pero paraban por las noches; porque en la época que le cuento no había estrellas; y la luna era gurisa y apenitas alumbraba un día de cada cien; y entonces uno gritaba para un lado y el otro para otro y se perdían. Eso les pasó una vez o dos, hasta que se dieron cuenta que así no iban para ningún lado, vea. Entonces, endispués, hacían un fueguito y carneaban algún peludo o una liebre, y tomaban aguardiente de caña, para curarse del miedo, porque entonces no se sabía si el sol iba a volver al otro día»
«Y nomás se peliaron por la moza, que al final se fue con un charrúa que supo cruzar a nado el Plata, cuando no tenía más que un tiro’e piedra de anchura. Pero el Pedro y el Pablo quedaron muy enemistados. Dicen que una noche que volvían para el Tandil, tan enojados entre ellos que ya se habían olvidado de buscar mujer; y pararon yo calculo que por los pagos de 9 de Julio, Atraparon un guanaco, lo que son las cosas, y juntaron toda la leña que pudieron encontrar para hacerlo asado. Pedro preparó un fueguito con dos pedernales, y endemientras se alistaban las brasas, Pablo fue cueriando al bicho, a mano nomás, y los dos acompañándose con unos tragos de caña. Al poco rato, estaban mamados y empezaron otra vez la pelea. Que me quería a mi; que no, que me quería a mi, que sos un mal hermano, que ya te via arreglar a vos, y todo así. Hubiera sido hoy, se faconeaban los dos, vea. Pero en aquella época entuavía no se había inventado el fierro, y yo creo que eso los salvó de despenarse el uno al otro. El Pedro ya tenía las brasas dispuestas cuando le dijo al hermano «Vos, rotoso, sos poco hombre pa’tanta mujer». Y ya se sabe que pa’un pampa no hay insulto mayor. Así que el Pablo tomó dos trancos de carrera y pateó las brasas con todas sus fuerzas. Tan fuerte, tan fuerte que las brasas siguieron viaje y dejaron la tierra y siguieron subiendo»
El viejo Sánchez se quedó callado. El silencio nos ganó a todos, y solo se sentía el silbido del viento en el que ahora se había transformado la brisa, entre las hojas de los eucaliptus del camino.
―¿Y, Don? ¿qué pasó endispué? — dijo el Pardo Sosa.
―Ahí tan las brasas —dijo el viejo, describiendo un arco con su dedo índice, marcando el recorrido de la Vía Láctea.
Daniel Frini
2 comentarios:
Don Frini, entre usté y yo escribamos la mitología de este país...
Déale, déale, escribámosla.
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