Entre la una y la una y cuarto de la tarde, de todas las tardes, escucho el mismo alboroto. Como es previsible en una de esas oportunidades me asomé por la ventana y traté de descubrir qué lo causaba. Una mujer mayor con una peluca de color ladrillo colocada sinceramente a manera de cabello, se sienta en el umbral de su casa junto a una cachuza perra maltesa. Y allí ambas esperan.
Da vuelta la esquina un transeúnte con cara de estar ensimismado calculando el ángulo de rotación de la Tierra. La perra que segundos antes parecía poseer la inmortalidad de un animal embalsamado de repente revienta. Como si fuera una piñata, explota en ladridos álgidos, ríspidos, irritantes y al hombre se le escapa un saltito y se le desmadra el jopo. Luego viene la reprimenda. Una voz rajada de aguda hipocresía dice: “Pórtese bien, mala”. Y en eso consiste su diversión: prolongar la espera hasta que caiga otra víctima.
Que a lo largo del tiempo el perro va absorbiendo involuntaria e inexorablemente la personalidad de su dueño no es ningún descubrimiento. ¿Pero alguien ha sospechado qué extrañas y secretas complicidades entablan mascota y amo para darse una panzada?
He estado observando algunos casos en los que se repiten ciertos entretenimientos rituales. Por ejemplo dentro de los perros de moda tenemos que los dueños de rottweiler insisten en hacerlos correr a su ritmo, a pesar de que éstos prefieren detenerse a olfatear árboles o partes más aromáticas y recreativas en otros perros. Los yorkshire –ya lo sabemos– son el accesorio perfecto para la rubia de leopardo y plataformas y la dupla alcanza la gloria estacionando la 4x4 y comprando frapuccinos. Los golden retriever prefieren el combo. Estos perros se sienten muy a gusto andando junto a la familia próspera de hijos rubios. Perros más exóticos como los weimaraner requieren ser combinados con personas modernas y jugueras Philippe Starck.
En la exacerbada proliferación de caniches mini toy vemos que los señores maduros de camisa desabotonada y bronceado regio han gustado siempre de los diminutivos pero hasta la actualidad no se sentían totalmente justificados para usarlos.
Y finalmente, dentro de lo que podríamos catalogar como un divertimento masivo, están los hombres que pasean sus perros a medianoche. Que esperan inexpresivamente junto los canteros mientras la mascota hace sus necesidades. ¿Por qué sienten la necesidad de hacerlo a esas horas? ¿De qué escapan todas esas caras blanquecinas que apenas parpadean ante la potente luz de los autos?
El caso del perro de mi abuela, un pequinés llamado Manucho, no es indiferente al enigmático juego. Este ejemplar poseía una personalidad propia e impermeable que mi abuela adoraba de forma inexplicable. Un amigo solía llamarlo “el perro en fascículos” porque su aspecto estaba tan maltrecho que lo único lógico era suponer que varias de sus partes jamás habían llegado. El animal presentaba unos ojos en constante putrefacción y a veces lanzaba gases lentos y mohosos que podían llegar a demoler la coherencia. En suma, era repugnante. Sin embargo, esto le confería una ventaja imprevista. El can se hacía invisible. Y si por casualidad alguien posaba los ojos sobre su lomo, los retiraba ráudamente, como si se los hubiera quemado con algo espantoso. Luego con un poco de suerte y algo de esfuerzo podría mantener esa imagen lejos de su mente –al menos durante las horas de vigilia. En el peor de los casos necesitaba de un exorcismo.
Lo cierto es que este pequinés, en realidad, era un estratega consumado y un auténtico artista de la catalepsia. La mayor parte del tiempo parecía estar en coma. Por eso cuando los incautos se deslizaban confiadamente por el pasillo recién lustrado, Manucho hacía maquinal uso del elemento sorpresa y atacaba.
Aún recuerdo la ocasión durante unas vacaciones de verano. Yo jugaba en el patio de atrás cuando escuché una voz masculina que parecía estar hirviendo en las cuerdas vocales. Corrí hacia adelante de la casa y me encontré con esa expresión imborrable en la cara del sodero correntino. La indefinible tensión en su labio superior que se debatía entre grito escarpado o el derrumbe de risa, mientras parapetado detrás de los cajones de soda, repetía: “Me ha agarrado los garrones. Me ha agarrado los garrones”.
Por años mi abuela siguió contando la anécdota, tratando de imitar esa tonada que nunca le salía igual. Cada vez que finalizaba su risa era tan caudalosa que se había transformado en lágrimas.
3 comentarios:
La empatía entre los perros y sus amos es indiscutible, muy buen cuento,Mara, te felicito.
¡Bien la narración! Eso sí, cuando conozco a esos perros más quiero a mi gato, parafraseando a Bernard Shaw...
Gracias a ambos comentarios! M.G.
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