Se levantaron tarde, por lo que no pudieron coger más que lo imprescindible para el viaje. Esa noche les había costado conciliar el sueño; todavía no habían podido comprender el porqué de aquel extraño premio que habían recibido la mañana anterior. Mientras se dirigían a toda prisa hacia el puerto, ella se mostró preocupada. Jamás había subido en un barco. Él tampoco, pero no parecía alarmado por ello; en cambio, sí le inquietaba la idea de no llegar a tiempo. Aligeró el paso e intentó tranquilizarla con cuatro palabras amables, que no consiguieron su propósito. No era sencillo mantener la calma sabiendo que se iban a embarcar en un misterioso crucero sin fecha fija de retorno, un trayecto que podía durar días, semanas, quizá meses. Un viaje en el que se sentirían desubicados, tanto ella como él, pues mantenían o ninguna o escasa relación con el resto de los viajeros, apenas conocían de vista a unos pocos. Todo ello sin contar que entre el numeroso pasaje se encontraban cinco o seis individuos por los que ambos sentían un odio irracional, incontenible, ancestral. Él, acelerando de nuevo la marcha preocupado por el retraso que acumulaban, probó de persuadirla con nuevos argumentos. Habían pronosticado unos días de lluvias intensas en la zona, de manera que emprender ese viaje los alejaría de esos nubarrones que ya amenazaban sobre sus cabezas. No podían desaprovechar esa oportunidad que les había brindado la suerte. Sin participar en concurso alguno, eran una de las parejas que, elegidas al azar, se encontraban entre la lista de los afortunados ganadores de aquel crucero enigmático. ¿Por qué no atreverse? Nada les obligaba a permanecer en tierra, pues disponían ambos de un largo y merecido período de descanso, sin obligaciones ni compromisos. Todos sus amigos y conocidos, furiosos por no ser ellos los premiados, morirían de envidia en sus casas al tratar de imaginar los tórridos lugares que visitarían, las plácidas tardes tomando el sol en la cubierta. Este último razonamiento quizás la terminó de convencer, pues avivó sus zancadas hasta emparejarlas con las de él, ansiosa como estaba por zarpar. Sin embargo, a pesar de apresurarse todo lo posible, no llegaron a tiempo. Desde el cerro que se elevaba próximo a la costa, vieron cómo su barco, repleto de parejas de animales, una de cada especie, se alejaba mar adentro. Abatidos —extinguidos—, se sentaron sobre sus patas traseras, bajaron las orejas y empezaron a notar cómo el agua empezaba a caer con una cólera divina sobre sus cabezas, sobre sus colas, sobre sus zarpas.
2 comentarios:
Extraordinariamente original Víctor.
Bravo!!!
Un abrazo
Gracias, Patricia. Es un micro un poco antiguo ya, pero le tengo un especial cariño.
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