—Está bien, Juliana. Ya está bien.
—Pero, don Anselmo, si no me ha probado bocado…
—Ya está, he dicho. Llevate el plato. El libro no lo toqués.
Y, bajo la enorme araña de alabastro, protesta Juliana al levantar la mesa :
—Hace días que no me come, señor.
—No. También dejá la copa. Y andate a tu cuarto, a descansar nomás.
Anselmo se contuvo hasta que vio salir a la empleada del comedor. Tosió sus flemas y repasó con el índice el lomo de aquel libro que últimamente tenía siempre a mano. Con el pañuelo se secó los lagrimales y, cargando la dificultad de la artritis, se levantó. Se acercó a la ventana, oteó la desolación del campo en el invierno. El viento roncaba y ponía en torbellino a la lluvia. El hombre echó un ala del poncho hacia atrás, para abrigar la garganta: desde hacía rato, el caserón estaba muy frío. Y él hoy no tenía planeada la siesta.
Una puerta se abrió con estruendo. Lerdo, sosteniéndose en los muebles, fue y le puso llave. Y de regreso se topó con un retrato gris. Agrisado por las décadas, mejor dicho. Hablaba de un tiempo de sol, de plenitud. Un tiempo ido en el tiempo. Aquellas glicinas en flor y la pérgola, hoy vencida de maderos quebrados. Su mujer, sus hijos matándose de risa. Los varones y las mujeres. Y él, el sombrero altivo, ancha la figura.
No era bueno recordar tiempos felices. Entristecía. Era un infierno.
Los viejos viven como los chicos, pensó, no ven un futuro. Pero a sus espaldas hay un pasado. Un pasado perturbador, que porfía lacerante para no perder presencia.
¿Y él? ¿Acaso ahora no se había convertido en un viejo más?
Y no era realmente la vejez lo que le pesaba, no. Los años le pesaban. Aquellos años plenos y bien vividos, que lo atrapaban como una ciénaga. Que lo hundían.
Volvió a la mesa y, antes de sentarse, vació la copa de vino sin respirar. Abrió el libro por el señalador: “El Horla”, de Maupassant. Una vez más, leyó en silencio:
Para las mentes que piensan demasiado, la soledad resulta peligrosa. Cuando nos quedamos solos mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.
Y lo cerró acariciando la tapa. No todo estaba muerto: quedaban los libros.
Vio agotarse el último leño en la chimenea, ya pronto el comedor se poblaría de fantasmas. Se pasó las yemas por la frente, llevó la misma mano al cinturón y sacó la navaja. Una Rodgers, del viaje a Londres. Los dedos nudosos y titubeantes, fuertes todavía, abrieron la hoja. Volcó la otra muñeca sobre el libro y aspiró hondo al surcarla con el acero. Un tentáculo de sangre desbordó la tapa y corrió hacia el vaso. Y lo contorneó agrandándose.
Abatida su cabeza en el respaldo del sillón, el brazo se le descolgó de la mesa, y el dorso de la mano dio en el piso. Los ojos entornados, la respiración pálida y el pecho ya sin qué bombearle; el viejo abrió una sonrisa mansa.
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