Pintamos las maderas con suma prolijidad. Habíamos dejado nuestros pinceles lavados, la madera relucía bajo la capa sutil, pareja, tersa de pintura. Quedamos muy contentos de nuestra labor, sobre todo al ver que era tan pulida la superficie que nos podíamos mirar en ella casi como en el espejo de la habitación.
A la mañana siguiente, sin embargo, algo estaba mal. Las líneas estaban confundidas y nacían acá y allá diversos remolinos de colores que jamás habían entrado en nuestras paletas. La madera no relucía sino que resonaba en otros colores, otros tonos, oscuros, siniestros. Nos miramos las manos y estaban limpias. Volvimos a pintarlas esta vez con mayor cuidado, haciendo lo imposible por darles acabados relucientes. Las dejamos custodiadas por un armario sólo para ver, a la mañana siguiente, que los colores estaban aún más desordenados que antes. Sospechamos el uno del otro y la rabia empezó a formarse en nuestro espíritu para solventar tamaña desesperación. Cuando al día siguiente el cuadro en las maderas era desesperadamente abstracto, con los remolinos alcanzando las nubes y los supuestos ríos lavando la madera, me maté colgándome de una de esas maderas. Él no tuvo elección. Al matarme se disolvió su imagen.
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