Pensativo iba el buen Sancho sobre su rucio, fantaseando con la ínsula que Don Quijote le tenía prometida, cuando vio, de pronto, de veinte a treinta gigantes que se alzaban frente a ellos. Se detuvo, espantado, y habló así su amo:
—No pase adelante vuestra merced, que unos malvados gigantes se empeñan en cortar nuestro camino por este rumbo.
—¿Qué gigantes? —preguntó Don Quijote.
—Aquellos de los brazos largos, que hacen fieros gestos hacia nosotros.
—Los que tienes por gigantes, hermano Sancho, son molinos de viento; y los que tomas por largos brazos no son más que aspas.
—¡Pues a fe mía que algún hechicero ha de haberle nublado el entendimiento, señor, porque son gigantes éstos que se oponen a que avancemos por el camino!
—Si tienes miedo —dijo el de la Triste Figura, riendo de las palabras de su escudero—, ponte en oración mientras yo paso entre estos inofensivos molinos.
Avanzó así Don Quijote, hasta que un gigante tomó al valeroso caballero con una mano y lo arrojó al suelo con todas sus fuerzas, acabando con su vida. Sancho vio entonces a los gigantes volverse molinos, que mudaron luego en chimeneas humeantes; después, en enormes máquinas devoradoras de hombres; más tarde, en torres monstruosas que brillaban al sol como espejos infernales.
—El mejor de nuestros trucos —le dijo una voz risueña desde las torres— es hacer pasar gigantes por molinos, para confundir a los quijotes que salen a combatirnos; hoy en día, ya no prestan atención a las voces de los sanchos. Y ahora entra en la torre, campesino, que ya no hay sustento en este mundo más que el que aquí te daremos, si nos sirves de por vida.
Aterrado y cabizbajo, Sancho se despidió de su rucio y avanzó callado, entre pucheros y lágrimas, hacia las fauces del gran monstruo espejado, cuyos hermanos habían cubierto ya toda la tierra hasta el horizonte.
Publicado originalmente en Axxón 197. Mayo 2009
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