viernes, 12 de noviembre de 2010

Ingeniería – Héctor Ranea

Mi padre no entró en el cajón. Fue bastante jodido, todo un tema, en fin. Al final, no hubo caso. Rígido ya, nadie sabía qué hacer con él. Papá era muy grande. Todos los carpinteros se pusieron, con buenas artes y mañas, a armar un ataúd, pero nada. Se desmoronaba sin remedio aun usando los árboles enteros y no había cuerdas capaces de ligar tanta cantidad de madera, ni clavos posibles de atravesarla.
Los arquitectos diseñaron todo tipo de edificios posibles, pero cualquiera de ellos hubiera colapsado al instante de tan grandes que se necesitarían las vigas, los cielorrasos, las arcadas y los dinteles.
Los ingenieros excogitaron un nuevo material, mezcla de arena húmeda, cierto mortero secreto y clavos oxidados, tan resistente que luego hicimos, gracias al mismo, edificios de muchas plantas, pero no había caso: los modelos de ataúd se hundían bajo su propio peso, implotaban aún en escalas mucho más pequeñas que lo requerido por el cadáver de mi padre.
Una verdadera pena.
Hubo que preservar el cadáver en hielo que inventaron con las artes que el muerto les enseñó a los ingenieros. Después de eso, en vino. Y al final, en sal.
Mientras, tratamos de cavar en un valle para generar el enterratorio. Lo cierto es que removiendo todo sólo hubiéramos puesto en peligro el bosque, así que desistimos a poco de empezar.
No quedó otro remedio que llevarlo entre miles de naves al mar. Los pilotos habían localizado una sima lo suficientemente profunda para contenerlo sin riesgo. Al volcarlo hubo no pocas naves que se hundieron, afortunadamente sin víctimas ya que fuimos al rescate raudamente.
Todos los crepúsculos, desde entonces hasta ahora, escuchamos a los tiburones en su frenesí alimentarse de mi viejo. Al principio, incluso, cantaban borrachos por todo el alcohol que contenía el cadáver. Me da cierta tristeza cuando me pongo a pensar, aunque sé que finalmente hasta los escualos fenecerán antes de haber apenas roído el cuerpo muerto.
Armamos un cenotafio en la excavación que intentamos. Lo más ingenioso que se les ocurrió a los grandes sacerdotes para poner en la lápida como epitafio fue: “Aquí no yace Gulliver, natural de no sabemos dónde. Un gran ser humano”. Claro, con esta ambigüedad, nadie va a tener cómo encontrarlo. Pero todos a quienes nos interesa sabemos dónde está.