martes, 5 de octubre de 2010

Trazos negros, fondo casi sepia - Mónica Sánchez Escuer


A la entrada, un gran cartel casi sepia, con unos trazos negros, como de tinta china, la hace dudar. El guardia le confirma que es ahí y le señala una escalera. Sube cuidando no tropezarse: lleva unas botas altas, demasiado altas que la hacen ver enorme. Escucha las voces revueltas de la gente. Cuando va por el séptimo escalón alza la mirada: ve espaldas, cabelleras y un rostro que voltea. Sus ojos caen en dos verdes precipicios que casi la hacen perder el equilibrio. El hombre sonríe. Ella baja la vista, se aferra al barandal y continua su acenso. La amiga la recibe como si no la viera todos los días. La exposición es extraordinaria, y el fotógrafo, un portento, le dice. Y la presenta al círculo de cabelleras, espaldas y rostro. El hombre y ella se sonrojan. Nadie lo percibe, sólo la amiga que aprovecha y se la lleva a la barra: ¿Desde cuándo? ¿Qué? ¿...se conocen? Nunca lo había visto. Y no miente. Al regresar, él, no sabe cómo, ya está a su lado. Los otros hablan, ríen. Ellos evitan mirarse, pasan delante de las fotos como si las vieran detenidamente. Trazos negros, fondo casi sepia. Perturban, dice ella. Y atraen, dice él. De una a otra, algo les crece. Ambos lo sienten. En un instante, los anversos de las manos se tocan. Se separan. Regresan. Entonces se atreven: caen de nuevo en los ojos del otro. Dicen dos o tres incoherencias que ninguno escucha. Sólo observan el movimiento de los labios: tenues y húmedos, de ella, carnosos y secos, de él. Van recorriendo la exposición sin verla, llegan a un pasillo. Él le toma la mano. Nadie se da cuenta. Las espaldas y cabelleras se han quedado frente a la barra. Detrás de una cortina hay más fotos, todas sin marcos, algunas sobre el muro, otras regadas en una mesa de trabajo. Y ellos dos. Que han dejado de hablar, pero no de ver el brillo y la sed de sus bocas. Que por fin juntan. Él le dibuja otro labio con la lengua. Ella moja el pequeño trozo de carne malherida que él le ofrece, lo abraza con la boca entera, lo suelta. Él juega a seguirla. Sólo que un poco más violento: succiona el labio inferior, lo muerde, lo acaricia con los dientes. Ella se aparta. Él vuelve como ola apenas tocando la orilla. Y avanza. Entra poco a poco. La mano izquierda se enreda en el cabello. La derecha se aventura y baja por la espalda, el muslo, sube, arruga la tela negra que ella eligió usar esa noche sólo por si acaso. Una luz intensa los sorprende. Se sueltan, la falda de ella cae y regresa a su inocencia. Un hombre, con una cámara entre los dedos, les sonríe. Aquí he tomado todas las fotos, dice, y se va. Miran a su alrededor: en los trazos negros descubren ojos, labios, narices. Dos carcajadas se escuchan detrás de la cortina.

Tomado de Historias Baldías

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