Quique no es sólo un hombre. Es un epicentro. Alrededor de él se genera el movimiento impensado y paradójico de lo que la utopía podría ser. En su restaurant se mezclan místicos y masajistas, viajeros y neurólogos, William Blake y una flota de vendedores de autos, la familia numerosa y el hombre solo. Hasta el día de hoy nadie más había imaginado que no serían presidentes ni monarcas los apropiados gobernantes de lo irrealizable. Se requiere de un anfitrión.
En su local se encuentran fotos de los comensales asiduos ejercitando el libre albedrío con excentricidad. Se permite escribir en los azulejos con temible tinta indeleble. Hay buñuelitos de acelga, como en la infancia. Y si se mira el techo, por gusto o espera, se puede hallar algún poema de Bukowski o una enseñanza de Rumi.
En realidad Quique no es un hombre extraño. Todo lo contrario, es atento y amable. Sin embargo, la impresión de haber hallado un rara avis se percibe de pronto, sin que intervengan las palabras. Por ejemplo, un día nublado uno atraviesa Scalabrini Ortiz con la fe húmeda y el colectivo lleno y justo lo ve a Quique. Está trabajando. Acomoda las sillas patas para arriba sin prisa. El colectivo pasa rápido. La imagen dura sólo unos segundos, pero una sensación de bienestar ha crecido con mayor velocidad. Ha ganado su espacio en el cuerpo. Después de todo, uno estima que la mancha neurótica que deja la urbe no es tan difícil de sacar. Se percata de que conoce a un alma y eso reconforta la propia que esa mañana no estaba apareciendo por ningún lado. Cuando llega a casa ya está mejor. La percudida marca de soledad que llevaba en la carne se ha alivianado.
Otro día, después de una jornada de impaciencias, se llega al local y lo primero que se ve es a Teresa, la mujer de Quique. Ha regresado de dejarle comida a gatos y perros callejeros diez cuadras a la redonda. Esta es su tarea diaria. Continúa con ella a pesar de las protestas de los vecinos que piden a gritos –en carteles impresos y sin nombre– que no se los alimente en sus casas recicladas con buen gusto. Ante la osadía y disciplina de Teresa sólo se puede sentir una admiración silenciosa. Un respeto acorde, sin estridencias.
Más allá, en una de las mesas cercanas a la barra, el amigo incondicional toma otra cerveza. Sabe que su colaboración etílica siempre es un sacrificio necesario para que bajen un cajón extra. Un poco más tarde –porque es necesario que haya un abundante manto nocturno para estas apariciones– puede presentarse una femme fatale de escote profundo y dialecto peculiar, el fotógrafo dandy que despliega su obra en las paredes y la característica barra de porteños que se corporiza generación tras generación en las mismas charlas.
Ahora la mesa está completa. La picada y la conversación se abren. Los temas pasean desde el cuidado de los pececitos de agua dulce hasta una verdadera reflexión sobre los poderes empáticos de la migraña. Se puede ver cómo uno arguye teorías imposibles sin vergüenza. Se puede observar qué lejos han quedado la culpa, el ansia y el enojo. A cada sorbo de cerveza que avanza frío por la garganta, uno ha comenzando a dedicarse minuciosamente al instante. A disfrutar de los amigos. A sentir el gozo inexplorado y puro.
En palabras de Quique el fenómeno se comprende más fácil y tiene menos vueltas. “La mayor satisfacción se siente cuando la gente termina su plato. En ese momento soy más feliz”, me explicó una vez mientras miraba hacia la calle en medio de su espacio con plena luz. ¿Cómo no iba a sentirse así un hombre al que se le ha concedido tal don? Alguien que no necesita conquistar tierras ajenas y proclamarlas como propias, sino que extiende su hogar a un reino más amplio, compartido por todos.
En su local se encuentran fotos de los comensales asiduos ejercitando el libre albedrío con excentricidad. Se permite escribir en los azulejos con temible tinta indeleble. Hay buñuelitos de acelga, como en la infancia. Y si se mira el techo, por gusto o espera, se puede hallar algún poema de Bukowski o una enseñanza de Rumi.
En realidad Quique no es un hombre extraño. Todo lo contrario, es atento y amable. Sin embargo, la impresión de haber hallado un rara avis se percibe de pronto, sin que intervengan las palabras. Por ejemplo, un día nublado uno atraviesa Scalabrini Ortiz con la fe húmeda y el colectivo lleno y justo lo ve a Quique. Está trabajando. Acomoda las sillas patas para arriba sin prisa. El colectivo pasa rápido. La imagen dura sólo unos segundos, pero una sensación de bienestar ha crecido con mayor velocidad. Ha ganado su espacio en el cuerpo. Después de todo, uno estima que la mancha neurótica que deja la urbe no es tan difícil de sacar. Se percata de que conoce a un alma y eso reconforta la propia que esa mañana no estaba apareciendo por ningún lado. Cuando llega a casa ya está mejor. La percudida marca de soledad que llevaba en la carne se ha alivianado.
Otro día, después de una jornada de impaciencias, se llega al local y lo primero que se ve es a Teresa, la mujer de Quique. Ha regresado de dejarle comida a gatos y perros callejeros diez cuadras a la redonda. Esta es su tarea diaria. Continúa con ella a pesar de las protestas de los vecinos que piden a gritos –en carteles impresos y sin nombre– que no se los alimente en sus casas recicladas con buen gusto. Ante la osadía y disciplina de Teresa sólo se puede sentir una admiración silenciosa. Un respeto acorde, sin estridencias.
Más allá, en una de las mesas cercanas a la barra, el amigo incondicional toma otra cerveza. Sabe que su colaboración etílica siempre es un sacrificio necesario para que bajen un cajón extra. Un poco más tarde –porque es necesario que haya un abundante manto nocturno para estas apariciones– puede presentarse una femme fatale de escote profundo y dialecto peculiar, el fotógrafo dandy que despliega su obra en las paredes y la característica barra de porteños que se corporiza generación tras generación en las mismas charlas.
Ahora la mesa está completa. La picada y la conversación se abren. Los temas pasean desde el cuidado de los pececitos de agua dulce hasta una verdadera reflexión sobre los poderes empáticos de la migraña. Se puede ver cómo uno arguye teorías imposibles sin vergüenza. Se puede observar qué lejos han quedado la culpa, el ansia y el enojo. A cada sorbo de cerveza que avanza frío por la garganta, uno ha comenzando a dedicarse minuciosamente al instante. A disfrutar de los amigos. A sentir el gozo inexplorado y puro.
En palabras de Quique el fenómeno se comprende más fácil y tiene menos vueltas. “La mayor satisfacción se siente cuando la gente termina su plato. En ese momento soy más feliz”, me explicó una vez mientras miraba hacia la calle en medio de su espacio con plena luz. ¿Cómo no iba a sentirse así un hombre al que se le ha concedido tal don? Alguien que no necesita conquistar tierras ajenas y proclamarlas como propias, sino que extiende su hogar a un reino más amplio, compartido por todos.
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