lunes, 2 de agosto de 2010

La iglesia de mi pueblo - Javier López


Mi pueblo es un pueblo pequeño. Y sin embargo la iglesia es una iglesia grande, muy grande. Muchas veces me he preguntado si el pueblo involucionó en el pasado y menguó su número de habitantes. ¿Por qué, si no, construyeron este enorme templo casi catedralicio en una localidad de menos de 3000 vecinos?
La planta es inmensa, con estructura de cruz latina. El ábside está decorado con un retablo de no sabría decir qué estilo. La verdad es que, aunque vivo aquí y la he visto desde niño, nunca supe de qué fecha data la iglesia.
Las capillas laterales serían suficientes para cualquier celebración, y la enorme bóveda parece un trozo del mismísimo cielo, decorada con pinturas y artesonados. Grandes vidrieras filtran la luz del exterior, quitando opacidad a los fantásticos muros. Y como no, las campanas son de las mismas proporciones gigantescas del monumento. Me dijeron que las habían hecho con la fundición de los cañones de algún buque hundido de la Armada Invencible, ésa que no fue tan invencible como rezaba su nombre. Sea como fuere, el tañido es tan potente que me acostumbré a mirar mi reloj de muñeca con bastante frecuencia, para estar prevenido cuando iban a dar los cuartos, las medias y las horas en punto, y evitar un sobresalto con el elevadísimo sonido de las campanas.
El padre Esteban maneja un mecanismo que programa las campanas para que no suenen durante la noche, porque despertarían a todos los vecinos. Desde las doce hasta las seis de la mañana, no deberían sonar. Y sin embargo, esta noche creo haberlas estado escuchando sin cesar. No con el mismo volumen habitual, sino como algo más lejano y brumoso. Me pareció como si doblaran a muerto, pero todo ello se mezclaba con sueños agitados que no me dejaban descansar ni saber si lo que estaba percibiendo era o no real.
Y es que ayer tuve un día bastante complicado. Trabajo en la ciudad y todos los días hago en coche el camino de ida y vuelta por la autovía. Regresaba a casa cuando otro vehículo invadió mi carril y tuve que dar un frenazo brusco. No fue nada importante, ni siquiera hubo colisión, ni sangre. Tan sólo recibí un pequeño golpe en la cabeza y el inevitable tirón de cervicales. Me atendieron en urgencias y pude ir pronto a casa, aunque me advirtieron que debería haberme quedado ingresado en observación. Pero pedí el alta voluntaria, porque hoy tendría asuntos importantes en el trabajo que no podía dejar. Más tarde me llamaron de comisaría, para tomarme declaración y firmar los engorrosos atestados policiales. Así que, después de un día tan ajetreado, no había tenido la oportunidad de descansar en toda la noche, cosa que hubiera necesitado.
Esta mañana, cuando me vi en el espejo, se notaba que no había dormido bien. Verdaderamente tenía un aspecto espantoso, "casi espectral", pensé. Me duché y me afeité, sin lograr que mejorara mucho el resultado. Bebí un café en un par de tragos y salí a coger el coche. Entonces noté que las campanas seguían sonando.
El padre Esteban estaba delante de la puerta de la iglesia, como cada día cuando paso hacia el aparcamiento de la plaza. Me acerqué y le pregunté:
—¿Por quién doblan las campanas?
—Doblan por ti —me respondió con una sonrisa casi imperceptible, mientras se desmaterializaba delante de mis narices, y lo mismo ocurría con la iglesia, la plaza y el pueblo entero.

3 comentarios:

Ogui dijo...

¡Muy bueno! La idea de la iglesia gigante le da una perspectiva muy interesante.

Javier López dijo...

Mi agradecimiento es tan grande como esa iglesia, Ogui.

Jorgelina Etze dijo...

¡Qué buen relato!Me gustó muchísimo.
Mis felicitaciones, Javi.