Se hicieron las doce, la una, las dos. A las seis de la mañana, todos los invitados se habían retirado, la orquesta se había dormido en sus asientos (apenas el trombón continuaba tocando con un «tua-tua» insulso); el príncipe estaba sentado en el trono, tratando de desanudarse la corbata que tenía atada en su frente, la camisa blanca fuera de los pantalones y manchada de vino, y la bragueta abierta. Sólo un guardia quedaba en el salón del palacio. Llevaba puestos unos anteojos con nariz a lo Groucho Marx, una peluca de bucles rubios; y soplaba, tontamente, un cornetín.
Cenicienta seguía bailando, descalza, con los zapatos de cristal en sus manos; mientras su madre y sus hermanastras se aburrían en la última mesa del rincón, y el hada madrina miraba, impaciente, su reloj; sin entender que tantos años de sometimiento habían desarrollado la conciencia social de Cenicienta, y sus contactos en los sindicatos eran perfectamente capaces de organizar, para las doce de la noche en punto, un paro sorpresivo de choferes de carruajes.
1 comentario:
la magia del escritor hizo que cenicienta sea de izquierda. Me has dado una idea amigo, mi Afrodita puede ser Budista. Me encantó. Creo que se ha logrado en tu cuento el objetivo. Gracias.
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