
Había una vez un hombre llamado Martín. Él no podía dormir. Toda la noche había sido invadido por extrañas pesadillas que no recordaba muy bien. Se levantó de la cama y fue al baño; tenía ganas de orinar. Cuando sacó el pene del calzoncillo escuchó un pequeño quejido. Extrañado, miró hacia abajo y abrió los ojos bien grandes, para luego expulsar un terrible alarido: donde debería estar su miembro masculino, ahora se hallaba la dormida (y babeante) cabeza de su mujer. Desesperado, sin creer del todo lo que sucedía, regresó a la habitación y prendió la luz, sólo para llevarse otro disgusto: sobre los hombros de su mujer se erguía un pene de proporciones inmensas. Pensó que nada peor podía sucederle ya; sin embargo, escuchó emerger desde su entrepierna una soñolienta voz femenina, que decía:
—¿Podés apagar la luz, amor? Me siento descompuesta y siento que la cabeza se me parte en dos.
Y Martín cayó desplomado en el piso, mientras su pene parlanchín insistía en que por favor, de una buena vez, apagara la luz.
—¿Podés apagar la luz, amor? Me siento descompuesta y siento que la cabeza se me parte en dos.
Y Martín cayó desplomado en el piso, mientras su pene parlanchín insistía en que por favor, de una buena vez, apagara la luz.
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