A Mayán y Lucas
A las dos de la madrugada, la hermana Eduviges despertó a toda la congregación de un timbrazo. La madre superiora por fin había llegado. No hubo recepción, ni flores, ni obispo. Todas las monjas la miraron con curiosidad, pero nadie preguntó nada. Ella sólo dio las buenas noches en voz baja, como si no quisiera terminar de despertarlas, y se fue a dormir.
Al día siguiente la superiora contó los detalles de su visita al Vaticano. Habló de la amena conversación que sostuvo con el Santo Padre y algunos miembros de la alta jerarquía católica, de sus paseos por Roma y de las generosas cucharadas de azúcar que el Sumo Pontífice agregaba a su té. No mencionó nada sobre su viaje de regreso y nadie se atrevió a preguntarle las razones de su retraso, ni siquiera el obispo, a quien se le había bajado el mal humor de la prolongada espera con la finísima medalla de oro que la madre le regaló con todo y la bendición papal.
Años más tarde, minutos antes de su muerte, la madre confesó los motivos de aquella demora: el día de la reunión en el Vaticano, se encontraba sentada muy cerca del Papa. Quiso decirle muchas cosas pero, pese a su fluido italiano y a su perfecto polaco, no pudo pronunciar palabra; sólo permaneció ahí, observando la mano temblorosa del Pontífice sirviéndose una, dos, tres cucharadas copeteadas de azúcar. Después de unos minutos, él le dijo algo que ella no alcanzó a escuchar y se marchó.
Al día siguiente, en el aeropuerto de Roma, el sonido chillante del detector de metales le recordó los ruidos que producía el Papa al mover su azucarado té. Los guardias la hicieron pasar tres veces por el umbral electrónico, le quitaron el escapulario, la medallita de la Virgen de Guadalupe recién bendecida, el rosario y hasta un broche que llevaba en su corto cabello. Ante la insistente alarma, decidieron revisarla a conciencia. Cuando la madre pudorosamente se desvistió, las dos mujeres que la vigilaban vieron un objeto metálico amarrado a su ropa íntima. Llamaron de inmediato al cuerpo de seguridad y la monja tuvo que sufrir inquisitivos cuestionamientos relacionados con sus creencias, acusaciones de mala fe y penosos interrogatorios sobre sus hábitos carnales.
Finalmente la madre fue liberada por el jefe de la policía, –quien se guardó celosamente la evidencia en el interior del saco– después de hacer jurar a la monja, en nombre de Dios y de todas las vírgenes, que aquella cuchara había estado en las santas manos del Sumo Pontífice.
Tomado de Historias Baldías
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