Quieto, clavado, crucificado en esa cama blanca, mirando al techo, el hombre busca, desesperadamente escapar de ese cuerpo que ya se niega a seguir alojándolo.
Un enjambre de médicos y asistentes transcurren las mañanas. Ese día, como el anterior y el anterior, y muchos más atrás.
Alguna vez quiso vivir, quiso vivir una vez y seguir haciéndolo, pero se olvidó que había comenzado a suicidarse hacía mucho tiempo ya, y su cuerpo se lo recordaba una vez más.
La mujer, al costado de su cama, reza y llora, le suplica que no se vaya, que no la deje.
Las ventanas cerradas impiden que entren otras voces que lo reclaman, como quien llama a un padre, a un maestro, a un dios. Pero él sabe que están ahí, como siempre, aguardando por él, su voz, su sonrisa, su mirada.
Desearía estar en el lugar de cualquiera de ellos y ver el cielo, parado sobre sus piernas, respirando el aire, sorbiendo el viento. Se ahoga, y ¡maldita sea! ese enjambre de uniformes blancos se agita una vez más, y él sigue atado a esa cama, clavado, crucificado.
Cierra los ojos, murmurando palabras que ya no siente, pero el eco lejano de una canción le obliga a abrirlos. Un frío nuevo lo envuelve, lo calma, lo recibe y por una grieta que vislumbra por encima de él, poco a poco, comienza a escapar.
Aire liviano y helado, eso es ahora, eso y música. Comenzar de nuevo sin ahogarse, ahora sí, sonríe.
Abajo, en la cama, queda sólo un cuerpo y afuera, en la calle, nace un mito.
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