miércoles, 2 de junio de 2010

Impronta de autor - Juan Manuel Valitutti


Las luces tempranas descubrieron el lomo del caballo.
Del campamento, sólo quedaban cenizas.
—¡Epeo! —Meges se aproximó presuroso al anciano—. ¡Amanece, Epeo! ¡Echarás a perder el plan! ¡Vámonos!
—No, muchacho; me quedo. Vuestra estratagema necesita de un fugitivo que confirme la retirada de la flota griega; seré yo.
—¡Cianipo encarnará la voz del engaño!
—Demasiado joven. Poseidón no consiente. Además, ésta es mi obra. —Epeo recorrió con la mirada la mole de su creación—. ¡Míralo! ¿No es magnífico? ¡Tendrán que romper sus orgullosas murallas para pasarlo! —Meges asentía, sombrío—. ¿Qué esperas, muchacho? Los años venideros te justificarán: una buena mujer, tus hijos, tu labor… Yo no he tenido hijos ni he logrado nada bello, sólo lo que mis manos de carpintero han ideado.
Meges se adelantó.
—Te matarán, feocio. Para cuando los bravos de Odiseo pongan los pies sobre la tierra, habrás caído.
—¡Gran holocausto serán mis canas para Atenea! —sentenció Epeo, y sonrió.
Meges bajó los brazos.
—Sí así lo quieres, carpintero… —suspiró—. Estaremos en…
—En Ténedos, sí. ¡Vete ya, muchacho!
Meges partió.
Las puertas de Troya se abrieron. Unos jinetes se acercaban al simulacro erigido por Epeo.
El viejo carpintero no perdió tiempo: hurgó en su morral y extrajo una gubia y un martillo. Buscó un espacio en uno de los laterales de la inmensa plataforma rodada y comenzó a tallar. Trabajó con ahínco, mordiendo la rugosa superficie; trabajó con los golpes de su pecho ardoroso y el compás de sus sienes palpitantes, mientras el galope teucro se redoblaba fatídicamente a sus espaldas; trabajó, inagotable, hasta que obtuvo una hermosa “E”.
Entonces Epeo apartó sus herramientas y estudió su obra.
Y se sintió feliz...
—¡Que tu vientre me justifique! —dijo, y esperó la muerte a la sombra del enorme caballo de madera.

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