Los señores Betilotti, Zutanez y Naindevich son; usted puede verlo, señor Juez; tres ciudadanos que, ocultos bajo un mal disfraz de respetabilidad y honor, esconden la más abyecta lascivia, la más despreciable concupiscencia. Son un compendio de obscenidad, un manual de lujuria. Su impúdica libido les impide disimular el libertinaje que los embarga. ¡Mírelos, señor Juez! Sus trajes caros, sus relojes de marca, sus zapatos lustrados, sus perfumes franceses no pueden encubrir el fétido olor de —disculpe la expresión— su cachondez. Su cáscara de moralina no enmascara su orgiástico desenfreno. En cambio, su Excelencia, detenga un momento sus ojos sobre mi defendida. Su sensualidad es sólo una forma de enfrentar la dureza de un mundo que no le ha sido fácil. Mencionan su voluptuosidad cuando no puede observarse otra cosa que recato. Hablan de su incontenido erotismo, cuando no hay otra cosa que sana diversión en locales que, por otra parte, están perfectamente habilitados.
Para terminar, señor Juez, las acusaciones de estafa que pesan sobre mi defendida no pueden considerarse como serias. El vituperio al que es sometida, el oprobio, la afrenta, ¡la deshonra! son, señor Juez, muy reales. Ni en cuentos alguien en su sano juicio podrá creer que, por sucios malabares, las casas de estos tres cerdos han quedado en las manos de esta inocente mujercita, a quien llaman «la Loba».
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