Al acabar de escribir mi último legado en el holograma que estaba fluyendo como río hacia mi muerte, me dije que del otro lado, en la cibernética dimensión del alma, allí donde solo existe el conocimiento absoluto, me vería tratando con apenas 250 palabras en vez de tener que lidiar con el inagotable y por lo mismo infernal caudal de información de la eterna fuente de la sabiduría. Por así decirlo, me había edificado un diminuto habitáculo sobre una parcelita en medio del latifundio y la desmesurada tecnocracia.
Escribí apenas 250 palabras y me las envié al otro lado utilizando los canales físicos conectivos a los conectivos canales metafísicos.
La ciencia y la espiritualidad han fusionado sus límites y sus trayectorias gracias a la nanotecnología. Hoy son indiferentes, buscan lo mismo, conocer. Pero este aparato de porquería me costó lo que valió toda mi vida. Trabajé día y noche durante 150 años para, en mis últimos días, poder disfrutar del transportador de la conciencia. Eso fue lo que me faltó. Tener la suficiente conciencia para darme cuenta del control monopólico de la tecnología sobre nuestras existencias, incluso la que está en el más allá. Nadie había previsto que la técnica prevalecería sobre la ciencia. Al contrario, todos estábamos convencidos que la primera podía ampliar el campo de acción de la segunda. No fue así.
Ya en la otra vida me encuentro con mis palabras, 250 significados que se significan para comunicarme en resumidos signos cuan estúpido fui.
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