viernes, 16 de abril de 2010

Vigilantes de algo - Javier Fernández Bilbao


—Vaya mierda de trabajo ¿no te parece? —dijo el guarda novato para romper la segunda hora de mutismo entre ambos dos.
—Psché. Es lo que hay.
—Tú pareces haberte acostumbrado. Pero a mí me cuesta resignarme a éstos muros, a la noche, a la soledad…entiéndeme, no es que desprecie tu compañía, pero no eres demasiado hablador. Un poco de conversación ayudaría a sobrellevar el paso de las horas.
—Mira, chaval. Yo he pasado aquí mil noches, y he conocido un montón de pimpollos desagradecidos como tú. Si crees que te mereces un puesto más digno para tus capacidades, lo mejor que puedes hacer es renunciar a éste trabajo. Mañana vendrá otro, quizá parecido a ti, y puede que con ganas de soltarme la misma cantinela de siempre. Puede que no lo haga hasta la segunda o tercera noche, pero acabará por hacerlo. Todos lo hacéis.
—Joder, tío. No quiero mosquearme contigo. Bastante jodido es pasar la noche entera en esta caseta, como para que encima deba hacerlo con alguien con quien no me hablo. Sólo es que… ¿cómo coño has aguantado tanto tiempo aquí? ¿No has podido encontrar nada… mejor?
—Vaya, no te das por vencido. A mí me la suda si tengo que hacer guardia contigo sin hablar en toda la noche. Ya lo he hecho muchas otras, y no me importa en absoluto. El trabajo exige dos guardas, eso es todo. Yo no quiero compromisos de ningún tipo ¿sabes? No busco hacerme colega de nadie. Por eso, ni iremos juntos a tomar unas cervezas, ni me iré de putas contigo por tu cumpleaños. Sólo quiero hacer mi trabajo y cobrar cada primero de mes. Punto.
—Comprendo… Tú eres responsable de que al menos el ochenta por ciento de éste trabajo sea una mierda.
—Me alegro que vayas comprendiendo.
—Vete al carajo, so capullo.
—Al menos podrían decirnos qué es lo que guardamos ¿no te parece?
—¡Já! Ya me extrañaba a mí. Tardabas en hacer la preguntita de rigor. ¿De verdad te interesa saber qué hay tras esa puerta?
—Joder, ayudaría. Pensaba que tarde o temprano hablarías de ello, pero cuando acepté este trabajo tampoco sabía que acabaría siendo compañero de un cabrón amargado como tú.
—Si lo supiese —escúchame bien—, si lo supiese, seguramente habría dejado éste empleo hace mucho.
—¿Todo éste tiempo, y aún no sabes qué vigilas?
—Todos lo que han pasado por éste trabajo renuncian demasiado pronto. Se cansan demasiado pronto. Algunos se echaban a dormir en la caseta al calor de la estufa. A mí no me importaba. De hecho, lo prefería. Sólo yo, he pasado todas las noches perfectamente despierto, vigilando, cumpliendo por lo que me pagan. Por eso, sólo yo he oído los gorgoteos, los quejidos ahogados, los arañazos en el metal, los golpes sordos… pero… ¿a quién iba a decírselo? ¿A un puto vago que cobraba lo mismo que yo por roncar toda la noche? ¿Tal vez a un tío que se quedaba colgado fumando canutos? ¿A un jefe que nunca aparece ni le importa una mierda quién haga las guardias y cómo? Nunca he trabajado solo, pero me he sentido solo la inmensa mayoría de noches. He pasado miedo, mucho miedo ¿comprendes? Al fin, como tú dices, es cuestión de acostumbrarse a los muros, a la soledad, a la noche… y al miedo. Y sé que vigilamos la puerta no por quien pueda entrar, sino por lo que pueda salir tras ella.
—¿Pretendes acojonarme para que me vaya primero, o tan sólo tomarme el pelo?
—Te repito que no me importa lo que pienses.
—Esta es mi segunda noche, y aún no he oído nada-de-nada de lo que tú dices.
—Claro. Hablas demasiado, silbas, canturreas esas jodidas canciones… mientras tanto, yo camino en silencio, escuchando, siempre vigilando la puerta. El miedo me hace estar atento, despierto. Si algo sucediera, no quisiera que me pillase desprevenido.
—¡Esta si que es buena! O sea, que no eres tan duro como aparentabas…
—¿Crees que nunca antes trabajé de noche vigilando naves en polígonos industriales? Me duelen los huevos de recorrer pasillos solitarios noche tras noche. Me las he visto más de una vez con rumanos, moros, gitanos, y algún que otro hijo de puta más. Ahora fíjate bien en la puerta. Golpéala con los nudillos. ¿Ves? Acero. Cinco centímetros. Y ahora piensa. ¿Cuántas naves ves a tu alrededor más que ésta? ¿Qué coño fabrican aquí, si es que fabrican algo? ¿Ves las luces de la ciudad desde aquí? No, ¿verdad? Solo pinos. La copa de los putos pinos. Sin embargo pagan bien, y por eso yo no hago preguntas.
—Creo que el trabajo de vigilante nocturno te está afectando al coco. Estás paranoico perdido. ¿Qué crees que podrían guardar ahí dentro? Esto no es América, y esto no es el Hangar 18 por mucho que te empeñes.
—Claro. Ni yo soy un gilipollas como tú. Si tienes lo que hay que tener, quédate pegado a la puerta y escucha atentamente un buen rato. Pero un buen rato, no diez minutos. Luego me dices si eso que suena ahí dentro te parece un taller de los chinos.
—Estás como una puta cabra.
—No tienes huevos.
—No me vas a acojonar.
—Pues venga, demuéstramelo. Yo mientras tanto haré una ronda por ahí afuera.
—Jaime…
—¡Hombre! Ya estás aquí. Que pronto te has cansado.
—No es eso. Es que…
—Es que, ¿qué? Venga, dime, ¿lo has oído, verdad?
—La puerta. No sé… creo que he tocado una palanca o algo… y se ha movido.
—No me jodas…
—Me asusté y vine a por ti, pero…no sé… creo que algo me ha seguido desde allí.
—Claro hombre, y ahora voy yo y me trago ese cuento. Esa puerta estando yo aquí nunca se ha abierto, ni se abrirá.
—Entonces, dime por tu padre que no estás viendo la misma cosa que yo veo ahí enfrente.
—Pero qué… cojones… es…
—Corramos, Jaime. Corramos…
—No. Ya… nos dará igual…

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