No oigo lo que dicen las mujeres que me rodean; sólo veo unos labios que a lo lejos pronuncian mis palabras, las que imagino, las que busco. Dejo de mirar. Intento atender la conversación, pero es inútil; sé que él me está observando. Veinte pasos y treinta personas nos separan; cien voces, hielos rayando las copas, risas que inflan vestidos y tuercen corbatas de moño. Una de las mujeres se me acerca, me dice algo al oído, creo que es un nombre, me aprieta el brazo y apunta el suyo señalando a alguien. Me obliga a mirar. Siento que mil manos me recorren en dos segundos al verlo. Él sonríe y ya no me suelta la mirada. La mujer sigue hablándome pero no la escucho: el ruido punzante de mi cuerpo me aturde los oídos. Por fin la señora se desprende de mi brazo. Él intuye mis pasos y se adelanta justo en el momento en que decido caminar sobre la cuerda que me extienden sus ojos. Estamos cerca, tres metros tal vez. Sin los indicios de algún gesto, con la vista tendida sobre un mismo riel, cambiamos el rumbo: tu mano ya está sobre la mía y juntas reman por el aire buscando un rincón, una sombra. Las voces, los ruidos, apenas se oyen, sólo tu respiración y la mía resuenan. De pronto das un brusco giro y me escondes detrás de una puerta. Quiero preguntarte tantas cosas, saber todo de ti, pero sorprendes a mis labios abriéndose: te hundes en mi boca, muerdes mi voz y descubres que todas mis aguas te esperan revueltas. Tu mano corre firme por mi talle, mi pecho, mi hombro; desciende por mi brazo, se detiene, me aprieta. Una voz me sacude el cuerpo:
―Mónica, ¿me está escuchando? Como le decía, aquél es Edgardo, mi esposo.
Él, al otro lado del salón, la saluda sin mirarla: sus ojos, como la mano de su mujer, aún me sujetan.
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