domingo, 7 de marzo de 2010

Capgras - Fabián Kon


Descubrí el cuerpo humano. Conocí las diferentes capas de tejidos que recubren órganos, vísceras con funciones desconocidas, aunque por lo visto imprescindibles.
Juro que no fue fácil para un oficinista como yo adentrarse en ese universo de texturas que emanaba líquidos sin una lógica definida.
Pero tuve que hacerlo.
Cuando conocí a Nadia, me impresionaron su bondad y su candidez. En forma repentina, como una revelación, supe que ella era la mujer. Ante la noticia de que tendríamos un hijo, nuestro efímero noviazgo devino en casamiento. Hubo la ceremonia de rigor, con la bendición de ambas familias.
Todo empezó cuando se le ocurrió estudiar guitarra en esa academia apestada de simpáticos imberbes. Reconozco mis celos, pero no fueron la causa de lo sucedido.
Ella cambió. En lo físico, la nueva Nadia componía una fidelísima réplica de la anterior. Pero había una enorme diferencia en su conducta, en los detalles. En la forma de ordenar la cocina, en la rutina del lavado de dientes, en su dificultad para dormir, en los gemidos del acto conyugal.
Mi sorpresa inicial mutó hacia un estado de alerta permanente, de observación minuciosa que me presentó nuevas evidencias, alteradas formas de actuar. Alguien podrá pensar que eran solamente trivialidades, pero trivialidades de una devastadora significación.
Me convencí: ella no era ella.
La interrogué sobre el pasado. Demostró conocimiento general de los años anteriores. Busqué la prueba a través de los detalles, las situaciones vividas, las enormes minucias que sólo Nadia y yo conocíamos. No obtuve respuesta: se mostraba atemorizada y esquiva. Cuando le pregunté quién era realmente, no hizo más que agredirme. Llegó a decirme que estaba loco.
No tuve opción, no lo digo para buscar el perdón de nadie. Soy consciente de mis actos… Pero repito: no había alternativa.
Ninguno de nuestros amigos o familiares me ayudaron. Por desconocimiento o complicidad, sostuvieron esa farsa. “Ella es ella”, decían. A algunos mi preocupación les resultaba graciosa, otros desviaban el tema hacia mi persona: “¿Por qué no buscás ayuda profesional?”.
Finalmente, para eludirlos, consentí en ir al consultorio de un psiquiatra. El “profesional” me escuchó durante dos sesiones, hasta que en la tercera —a la sazón, la última— le pedí una opinión. El resultado fue ridículo:
—Es prematuro el diagnóstico, pero veo en usted los síntomas del síndrome de Capgras.
—¿Capgras, doctor?
—No se asuste, se trata de un transtorno en el que alguien, usted en este caso, cree que alguna persona cercana ha sido sustituida.
—Usted me está sugiriendo —dije, haciendo acopio de toda mi paciencia— que soy un transtornado, pero yo le presenté pruebas. ¡Pruebas concretas, doctor!
—Tranquilo, mi amigo —dijo aquel estúpido hundiéndose en su sillón presidencial—. En este cuadro se reconoce la cara del otro, pero se pierde la vivencia emocional de familiaridad. Es como usted lo cuenta: se cree que el otro es un impostor, que fue reemplazado. Esto tiene tratamiento, quédese tranquilo.
Sí, sí: me quedaría bien tranquilo.
Nunca encontré con quién hablar, alguien que me escuchara y creyera en mí. Elucubré ardides para descubrir quién era ella realmente. En rigor, no pensaba en otra cosa.
Mientras tanto, la convivencia se volvía intolerable: ella no quería contestar a mis interrogantes, e incluso evitaba el contacto físico.
El cuerpo de una esposa siempre nos resulta familiar. Pero cuando profundicé en su contenido, tuve la certeza de que esa masa sangrante no era ella.
Si nadie me ayudaba, debía buscar la verdad por mí mismo, probar que ella había sido replicada. Una copia perfecta, ¿o casi perfecta?
Ella era igual, hasta en la cicatriz de la cesárea, pero eso es algo fácil de copiar: sólo un corte superficial en la piel. Aunque en el útero debería también existir una cicatriz.
En esa búsqueda de la verdad, perdí a la impostora. Pero, cuando salga de esta cárcel, buscaré a Nadia.
Faltan tan sólo quince años.