Había llegado corriendo hasta aquella cueva, huyendo de los lobos, a medianoche. Agitado, entró en la oscuridad y recibió una bocanada de musgo y pino. Adentro percibió un leve batir de plumas. Un suave resplandor. Confuso. Blanco. Tembloroso.
Avanzó un paso. El enorme ángel yacía en el suelo pedregoso y húmedo, de lado, agonizando. Miró al hombre con grandes ojos tristes. Intentó hablar. No pudo. Cejó.
Los lobos llegaron a la entrada, persiguiendo el comestible rastro del mamífero humano. Gruñeron.
Iba a morir, pero ahora sabía que los ángeles no eran rubios querubines. Ni andróginos atletas alados. Debía sentirse agradecido.
Se acercó un poco más al moribundo. Debía tener más de doce metros de envergadura y casi seis de altura. Sus ojos se desviaron hacia los lobos. Apretó los labios con resignación. Volvió la mirada al hombre. Luego, sin previo aviso, se hincó las largas uñas en el antebrazo hasta hacerse sangre. El dolor lo hizo transpirar. Afuera, los animales enloquecieron con el perfume hermoso y aberrante del sudor angélico, que inundó el lugar con su maldición deliciosa. Huyeron chillando de remordimiento.
Se quedó junto al ángel hasta que ya no respiró más. Y, cuando no respiró, su cuerpo se evaporó en silencio, y la cueva se vació de todo menos de ese perfume torturado que podía enloquecerte y desangrarte el alma, pero que esa noche le había salvado la vida.
Intentó luego, en vano, encontrar una explicación. Sólo halló, por azar, el De hidronosa natura, de Baricellus, fechado en 1614, en una biblioteca de Castilla o en la del Museo Británico. Pero era sólo un libro de medicina.
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