No sé cómo empezó, simplemente sucedió.
Mi hígado comenzó a fallar y me transplantaron. Claro, ya no es como antes que había que esperar a que apareciera el órgano a través de un donante. Ahora se utilizan órganos artificiales. Este nuevo sistema es manejado por una ONG en forma gratuita y es definitivamente experimental (aunque jamás lo reconocerán).
En principio parece fantástico (por eso ingresé al programa) pero como tenés un órgano “de ellos” el seguimiento que hacen es tan exhaustivo que terminás convirtiéndote en su conejillo de indias.
A ver, después del hígado fallaron los riñones, luego el páncreas, el corazón… y ellos simplemente fueron cambiándomelos “a necesidad”.
Yo estoy convencida que mi cuerpo ya no da más, cumplió su ciclo. Pero, como el financiamiento de esta organización se basa en estadísticas… es muy importante probar y documentar la sobrevida… (sobrevida, justamente lo que yo pienso, estoy viviendo de más) así que te mantienen vivo con este método siniestro de seguir transplantando, implantándo órganos que ni siquiera son humanos.
Convencida que debía haber un límite y después de pasar horas rogando para que lo hubiera finalmente ocurrió; mi cerebro empezó a fallar.
Si bien la ciencia ha avanzado a tal punto de derribar todas las barreras, pensé: “ya está, no pueden cambiármelo”. Porque si me “cambian” el cerebro ¿qué pasa con la memoria?, ¿cómo hacen para traspasarla?, ¿o empezás a vivir con la memoria de otro?, y, en ese caso, ¿de quién, si sería artificial? ¿Sería acaso un cerebro nuevo, limpio, sin memoria alguna?
No, definitivamente, no pueden cambiarme el cerebro. Lo logré. Se terminaron los transplantes.
Ilusa yo. Pueden.
Vienen a buscarme pero esta vez será distinto. Lo decidí; no sigo.
Les sonrío con calma. Abandono este cuerpo. Me voy.
Laura Ramírez VidesTomado de
El patio de la morocha
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