La mirada a un metro y medio del sueño, perdida en algún punto del espacio. Párpados a media asta. Hombre en mitad del jardín.
Allá a lo lejos una enredadera florecida, trepando por la pared enhiesta. Más abajo la tierra recién regada. El rocío flotando sobre la hierba azul. Olor a primavera, a tarde fresca. Pensamientos blancos. Bienestar.
La mirada se eleva liviana y despacio. La respiración es calma. Adelante el paredón verde enredado y... ¡un Buda! una figurilla de barro ha emergido de la tierra. Será una visión. Será de tanto meditar.
El hombre se para entusiasmado, estupefacto y camina -no sin cierto miedo- hasta donde se halla la figura trascendental. Buda levita, allá a lo lejos y tan cercano. Se sostiene en el aire; el otro se sostiene en la respiración. Taquicardia y fuerte expiración por la nariz: Buda se rompe, cae al piso, se hace añicos.
El hombre corre, solloza sobre los pedazos de la pieza de barro.
¡Qué solo se siente ahora! Con Buda roto en su jardín la paz se ha terminado. Todo se arremolina. El cielo se pone negro. Llueven cenizas. Se incendia el pasto. Rugen leones. Se cierran puertas, se caen techos.
La furia se ha desatado.
El hombre corre y se cae. Se estrella. Trastabilla contra el Buda y se duerme.
Tiene pesadillas.
Se despierta: en su jardín meditando.
La tarde es fresca.
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