Atrapada en un espacio raro. Tengo que contarlo para que se entienda de lo que hablo, aunque creo que yo misma nunca lo entenderé. Un lugar amplio, asfixiante por lo extenso, por lo infinito. Todo cielo (azul oscurísimo, sin luna), y un suelo dividido en enormes triángulos, que por su perfección parecían diseñados por el hombre, pero que a la vez revelaban algo más extraño, como de otro universo. Los triángulos estaban dispuestos en calidoscopio, repitiendo cuidadosamente sus materiales: madera lustrada, finísima, mármol verde, tierra rojiza recalcinada, granito blanco y arena. Detrás un manto azul.
¿Qué era aquello?
¿Por qué me sentía tan vacía y triste en aquel lugar?
Más tarde lo descubriría: aquello era la nada. Hacia donde mirara, allí y aquí, los triángulos se multiplicaban infinitamente, y el manto azul que parecía ser el horizonte —tal vez el límite y tal vez la salida— se me alejaba ilusionándome en vano.
¿Estaría muerta?
Se oyó un eco. Un eco de mi voz que no era mi voz. Una repetición distorsionada.
Giré mi cabeza… giré… giré: me encontré con otra mujer, vestida igual a mí. Igual a mí.
Nos miramos largamente.
Caminé hasta ella. Los pasos me parecieron años.
Efectivamente algo pasaba con el Tiempo, porque cuando llegué, ella había envejecido.
—Vos también estás vieja —me dijo.
Miré mis manos y descubrí la piel sin gracia, ajada, transparente.
¿Quién era ella?
¿Quién era yo?
¿Nos conocíamos?
El lugar me aterrorizaba: sin tiempo, sin caminos. Una nada que se extendía en nada hasta el hartazgo.
“Este es el infierno”, pensé.
—El infierno —repitió.
—¿Vos sos yo? —dije tímida.
La mujer me dio la espalda. Caminó en dirección a lo que parecía ser un mar azul y desapareció.
Algo inesperado pasó entonces. Una luz atravesó el espacio, y pronto advertí que se trataba de un tren que venía a buscarme. Un tren sin pasajeros ni conductor.
Subí en silencio.
Al sentarme, era otra vez una mujer joven.
¿Adonde me dirigiría ahora?
El tren surcó triángulos.
¿Qué era aquello? No lo entendía.
Estaba sola y los pensamientos me abrumaban.
“El infierno”, me repetía la voz.
Quise morirme, pero no pude.
La eternidad fue mi castigo.
Yo sin mí.
Los triángulos perfectos.
¿Qué era aquello?
¿Por qué me sentía tan vacía y triste en aquel lugar?
Más tarde lo descubriría: aquello era la nada. Hacia donde mirara, allí y aquí, los triángulos se multiplicaban infinitamente, y el manto azul que parecía ser el horizonte —tal vez el límite y tal vez la salida— se me alejaba ilusionándome en vano.
¿Estaría muerta?
Se oyó un eco. Un eco de mi voz que no era mi voz. Una repetición distorsionada.
Giré mi cabeza… giré… giré: me encontré con otra mujer, vestida igual a mí. Igual a mí.
Nos miramos largamente.
Caminé hasta ella. Los pasos me parecieron años.
Efectivamente algo pasaba con el Tiempo, porque cuando llegué, ella había envejecido.
—Vos también estás vieja —me dijo.
Miré mis manos y descubrí la piel sin gracia, ajada, transparente.
¿Quién era ella?
¿Quién era yo?
¿Nos conocíamos?
El lugar me aterrorizaba: sin tiempo, sin caminos. Una nada que se extendía en nada hasta el hartazgo.
“Este es el infierno”, pensé.
—El infierno —repitió.
—¿Vos sos yo? —dije tímida.
La mujer me dio la espalda. Caminó en dirección a lo que parecía ser un mar azul y desapareció.
Algo inesperado pasó entonces. Una luz atravesó el espacio, y pronto advertí que se trataba de un tren que venía a buscarme. Un tren sin pasajeros ni conductor.
Subí en silencio.
Al sentarme, era otra vez una mujer joven.
¿Adonde me dirigiría ahora?
El tren surcó triángulos.
¿Qué era aquello? No lo entendía.
Estaba sola y los pensamientos me abrumaban.
“El infierno”, me repetía la voz.
Quise morirme, pero no pude.
La eternidad fue mi castigo.
Yo sin mí.
Los triángulos perfectos.
2 comentarios:
Excelente!
muy bueno, un infierno perfecto.
Publicar un comentario