De entrada nomás te sorprende la disposición de las sillas, injertadas unas en otras de un modo que suponés casual. Pero basta sentarte y quedás acollarado por un andamiaje de cuerina, de rodillas propias y ajenas. Y nalgas, horrendas nalgas, deleitosas nalgas. Estas últimas, lo sabes bien, incitan a la femenina seda a resbalar con languidez. Y sobre ella, las puntas de tus dedos.
Sentarse allí era un acto de arrojo al que te lanzaste sin pensarlo. Y allí estabas, apoltronado, soñando (el diablo sabe por qué) con «Rose of Picardy» en las grabaciones de Al Jolson e Ives Montand. La primera, de 1949, cuando con unción guardaste tu flamante libreta de enrolamiento; la segunda, del 80, el mismo año en que quedarías prisionero de una silla Tudor, dentro de un saloncito empenumbrado en reflejos celestes, esperando algo. ¿Tal vez a Fred Astaire, con su media sonrisa en aquel old fashion way? ¿Quizás una visión espléndida y distinta, como la que suspiraron los colonos Juan Cruz, Santiago Armella, Wladimiro Katz y Hermenegildo Aguirre, quienes al atardecer del 17 de setiembre de 1934, en las inmediaciones de Cerro Redondo, allá por Olavarría, embobados pero sin extrañeza vieron surcar el cielo a la poetisa Felipa Salgado, igual a un esquife, tan arriba y tan tranquila? ¿O estarás esperando una nueva, infinita función de «El Caballero de la mano Roja» y su villafañesco caballo «Temerario»?
Las caras de los contertulios empiezan a borrarse. Brota de ellas, en crescendo, un coro: «Rose of Picardy», «In the old fashion way». Felipa sobrevuela tu cabeza.
Tantos hechos te impidieron constatar el cerrojo de las sillas presionando a tu cuerpo enflaquecido. El momento cuando unas nalgas te oprimieron; primero te ganó una estimulante excitación, luego supiste: te arrastraban hacia el fondo, al subsuelo donde moran los insectos y adonde fluirán (algún día) tus cenizas.
Rogaste por auxilio, casi sin esperanza. Desde el escenario proseguía, imperturbable, la erudita presentación de un poemario a cargo de una profesora en Letras provista, cómo no, de esos anteojos de carey. En eso, Felipa Salgado arrojó, desde lo alto, su cable de heliotropos. Y por él trepás, jadeante. Hasta donde Temerario te aguarde sudoroso, entre brincos a lo Fred Astaire y en aquel viejo estilo elegante. Hasta un espacio abierto donde no te alcancen, ya, los poéticos aplausos de la jauría.
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