Si la hubieran visto esa tarde a Clarisa, caminando por el campo, con su gran bolsa blanca al hombro y su carretel infinito de hilo azul, cualquiera hubiera pensado que se trataba de otro de sus juegos. Pero ese día, todo el pueblo estaba distraído, era un día especial ¡un velorio en el pueblo! Tanto era el rumor que corría por las calles que se levantaba polvareda.
—Es el hijo del abogado, parece que era medio rarito, comentaba doña Clotilde.
—¡No me diga! Yo en la panadería escuché que era el sobrino del alcalde, ese alto buen mozo, el que no iba nunca a misa, contestó doña Erminda.
—Nooooo, no diga, doña, ¿el Aníbal? Quién lo iba a decir, tan joven.
No se sorprendieron cuando vieron a Raquelita, la esposa del doctor, caminando calle abajo con un ramo de margaritas; ella siempre era la primera en llegar a los velorios, con un dejo de tristeza muy bien dibujado en sus ojos, y sus recitadas condolencias a flor de labios. Atrás de ella, a unos cuántos metros de distancia, una procesión de viejos y jóvenes, algunos niños, la seguían intrigados... Raquelita se detuvo frente a la casa del alcalde. Golpeó la enorme puerta de caoba con sus nudillos y doña Carmela compungida, abrió de par en par las puertas de la casa. Se apresuraron los curiosos, ocuparon todos los rincones del recinto espacioso, para observar absortos que el muerto ¡era el mismísimo alcalde del pueblo! Un ataque al corazón, comentaba la viuda entre sollozos. Salió a dar su paseo habitual esta tarde, y a duras penas llegó otra vez hasta aquí; quedó tendido a mis pies, sujetándose el pecho con ambas manos. ¡Oh Dios! Siguieron llegando los vecinos del lugar, algunos con sonrisa satisfecha, otros pensando en quién sería el sustituto... La última en llegar fue Clarisa. Los miró a todos con un dejo de superioridad, apenas dibujando una sonrisita irónica. Sacó de su bolsa blanca un gran tablero, lo depositó en el piso. Agitó los dados en el cubilete. Un seis, un tres. Avanzó nueve casilleros con la ficha de la muerte. Resbaló desde su bolsillo el ovillo de hilo azul y se enredó, tornándose invisible, en las piernas de Raquelita. Con sólo un breve chasquido de dedos, volvió el ovillo a sus manos. El pueblo aplaudió; el alcalde se sentó riendo en el ataúd. Sólo Clarisa podía ver el terror en los ojos de Raquelita; ella lo había entendido. El juego había terminado.... se daba comienzo a una nueva partida, dejando atrás la fantasía.
Tomado de: http://lascosasporsunombre.blogspot.com/
—Es el hijo del abogado, parece que era medio rarito, comentaba doña Clotilde.
—¡No me diga! Yo en la panadería escuché que era el sobrino del alcalde, ese alto buen mozo, el que no iba nunca a misa, contestó doña Erminda.
—Nooooo, no diga, doña, ¿el Aníbal? Quién lo iba a decir, tan joven.
No se sorprendieron cuando vieron a Raquelita, la esposa del doctor, caminando calle abajo con un ramo de margaritas; ella siempre era la primera en llegar a los velorios, con un dejo de tristeza muy bien dibujado en sus ojos, y sus recitadas condolencias a flor de labios. Atrás de ella, a unos cuántos metros de distancia, una procesión de viejos y jóvenes, algunos niños, la seguían intrigados... Raquelita se detuvo frente a la casa del alcalde. Golpeó la enorme puerta de caoba con sus nudillos y doña Carmela compungida, abrió de par en par las puertas de la casa. Se apresuraron los curiosos, ocuparon todos los rincones del recinto espacioso, para observar absortos que el muerto ¡era el mismísimo alcalde del pueblo! Un ataque al corazón, comentaba la viuda entre sollozos. Salió a dar su paseo habitual esta tarde, y a duras penas llegó otra vez hasta aquí; quedó tendido a mis pies, sujetándose el pecho con ambas manos. ¡Oh Dios! Siguieron llegando los vecinos del lugar, algunos con sonrisa satisfecha, otros pensando en quién sería el sustituto... La última en llegar fue Clarisa. Los miró a todos con un dejo de superioridad, apenas dibujando una sonrisita irónica. Sacó de su bolsa blanca un gran tablero, lo depositó en el piso. Agitó los dados en el cubilete. Un seis, un tres. Avanzó nueve casilleros con la ficha de la muerte. Resbaló desde su bolsillo el ovillo de hilo azul y se enredó, tornándose invisible, en las piernas de Raquelita. Con sólo un breve chasquido de dedos, volvió el ovillo a sus manos. El pueblo aplaudió; el alcalde se sentó riendo en el ataúd. Sólo Clarisa podía ver el terror en los ojos de Raquelita; ella lo había entendido. El juego había terminado.... se daba comienzo a una nueva partida, dejando atrás la fantasía.
Tomado de: http://lascosasporsunombre.blogspot.com/
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